EL HUMILDE RECIBE LA AYUDA DE DIOS Y DE LOS DEMÁS

Hubo, en Miami (EE.UU) un famoso Congreso Mundial de Medicina General. Vinieron muchos médicos de los 5 continentes del mundo, cada grupo representando a su propio país. Como todo congreso: hubo muchas ponencias, trabajos en grupo (por grupos lingüísticos), puesta en práctica de lo trabajado, venta de materiales, etc. Los organizadores dejaron al ponente “principal” al final del congreso, para así cerrar “con broche de oro”. La mesa de la ponencia vacía, todos a la expectativa. El presentador hacía su mejor esfuerzo en dar a conocer “n títulos” y “n aportes” del ponente principal a la medicina; y la mesa seguía vacía. De pronto dijo el presentador: “con ustedes el Dr. Antonio”. Los participantes sólo aplaudían sin ganas y por cumplir, porque la mesa seguía vacía. De pronto, del mismo público y con una ropa muy simple y sencilla se levanta un Señor y se acerca a dar la última ponencia. En ese momento todos se pararon a aplaudir, y el Dr. Antonio sólo asentaba con la cabeza y juntaba las manos en señal de gratitud.

En medio de un mundo donde “la competencia”, “la excelencia”, “el afán de figuración y vana gloria personal” son como el pan de cada día, el autor del libro del eclesiástico nos exhorta a lo contrario: “en tus asuntos procede con humildad, y te querrán más que al hombre generoso” (Eclo.3,17-18.20.28-29). El soberbio sólo piensa en su propio bienestar y no en el de los demás, busca sobre salir de manera irregular haciendo daño a los demás, incluso llegando a los extremos de maltratar la dignidad del otro, no importando las consecuencias que esto traiga.

¿Queremos conseguir algo bueno en la vida? Creo que la palabra de Dios hoy nos da una enseñanza muy grande: “hazte pequeño en las grandezas humanas”. ¿Quiero recibir una bendición de Dios? No debo olvidar de proceder siempre con humildad y sencillez, sin malicia. Dios revela sus secretos, no a los soberbios, ni orgullosos, ni a los que buscan agradar sólo al mundo; se los revela a la gente sencilla (Mt.11,25).

El humilde busca siempre agradar a Dios, y vivir en comunión con Él y con los demás. Busca estar más cerca a Dios, que es el mayor trono de gracia, es la misma fuente de salvación: “Ustedes se han acercado al monte Sión, a la ciudad del Dios viviente, a la Jerusalén celestial…y a Dios, juez universal” (Hb.12,18-19.22-24ª). Vive la comunión de los santos, que rezamos en nuestro Credo, porque sabe que no está solo. En una palabra, se fía de Dios, y sabe que su meta final será el cielo prometido.

Hoy el mundo desprecia a “los que no cuentan” (cultura del descarte habla el Papa Francisco), porque: “no están en el nivel que yo estoy”, “porque no producen”, “porque estorban y no merecen la pena atenderlos”, “porque no son de los míos”, “porque no son mis amigos”, etc. Jesús nos llama severamente la atención cuando afirma para cambiar nuestra manera de pensar errada que podamos tener: “Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos…invita a los pobres” (Lc.14,1.7-14). Jesús pone a los despreciados de este mundo en un lugar privilegiado. Dios es capaz de liberarlos, los pobres gozan de su presencia, les tiene preparada una “casa” (así nos cuenta el salmo 67). Les da el lugar que se merecen.

En el puesto en el que nos encontremos, en el servicio que tengamos o que hagamos, no podemos olvidar que estamos llamados a servir, no con soberbia que me aparte de la caridad fraterna con los demás, pero sí con humildad que me haga ganar su corazón. Eso hará que los demás me acepten y que pueda agradar a Dios.

Busquemos hacer lo que el mundo detesta: acoger a los que no cuentan, proceder con recta y humilde intención, sonreír en medio de la tristeza, acoger y ayudar sin esperar nada a cambio, dar esperanza a los que la han perdido, ayudar sin pregonar que lo haces, etc. “El humilde reconoce que todo lo que hace y dice viene de Dios” (San Vicente de Paúl).

El humilde recibe la ayuda de Dios y la aceptación de los demás.

Con mi bendición

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