PENTECOSTÉS, FIESTA DEL ESPÍRITU SANTO

Se reunían todas las semanas en un salón parroquial, por las noches. Se caracterizaban por ser un pequeño grupo de oración. La mayoría eran personas muy ancianas. Danzaban y cantaban al Espíritu Santo, oraban “raro y feo” decía su párroco y un laico especialistas en Teología y lenguas de la biblia. Se burlaban señalándoles con el dedo su forma de orar, y lo hacían una y mil veces así. Ellas lloraban, pero guardaban silencio y seguían perseverando. Una noche de esas tantas, cuando pasaron ese sacerdote y ese laico especialistas en lenguas de la biblia y en teología, escucharon hablar en hebreo, a muchas de ellas. Eran unas frases de parte de Dios que eran dirigidas a ellos. Se detuvieron, empezaron a llorar como niños, entraron a aquel salón y desconcertados se pusieron de rodillas y le pidieron perdón a todo el grupo por burlarse de ellas, y les pidieron de favor: “póngannos sus manos benditas en nuestra cabeza para que oren por nosotros por favor”.

¿Sabes? Dios tiene sus formas de hablar y de actuar, y lo hace siempre pensando en la salvación de todos y de cada uno en particular. La Iglesia siempre ha insistido en la necesidad de mirar “los signos de los tiempos”, o sea la manera amorosa y humana de hablar de Dios. Él les habló de distinta manera en Pentecostés, porque grande es su amor: “estaban todos los creyentes reunidos en un mismo lugar. De repente un ruido del cielo resonó en toda la casa…se llenaron todos del Espíritu Santo” (Hechos 2,1-11). El Espíritu Santo se derramó copiosamente en Pentecostés para fortalecer a la Iglesia primitiva y lo quiere hacer hoy día también.

No nos cerremos al Espíritu Santo en nuestra vida. Es triste hacerlo. No tiene sentido nuestra vida si nos resistimos a su amor salvador, si dudamos y nos burlamos.

Sabemos que el Espíritu Santo lo recibimos en el bautismo, en la Confirmación, otros lo recibimos también en el Orden Sagrado. Pero el Espíritu Santo se da o se regala para el bien de toda la Iglesia y de toda la humanidad. No podemos dirigirnos a los demás, ni hablarles de Dios si no es bajo el impulso amoroso del Santo Espíritu de Dios: “Nadie puede decir Jesús es Señor, si no es bajo la acción del Espíritu Santo” (1Cor.12,3b-7.12-13). Dios regala sus dones a quien quiere, como quiere y en el momento que quiere y lo hace, no para la gloria personal del que lo recibe, sino para glorificar el nombre de Dios (cf.Hch.2,21; Col.3,17). Se pudiera caer en el error pensar que los carismas o dones del Espíritu Santo, es propiedad “exclusiva” de un grupo o movimiento en la Iglesia; también se pudiera pensar que el ejercicio de los carismas y dones del Espíritu es “de corte protestante”; cuánta ignorancia hay en esas afirmaciones. ¿No será que no le terminamos de creer al Espíritu Santo y por eso nos burlamos como esas personas de la historia?

Dios quiere fortalecer y hacer viva la evangelización con su actuar (cf.Mc.16, 15-20; Lc.4,18ss). No dudemos ni critiquemos lo que Dios da, por pura gratuidad a sus hijos, sino nos estaríamos enfrentando a Dios mismo y eso es muy grave. Muchos Papas, incluyendo el actual, animan a usar los dones y carismas del Espíritu, con prudencia, pero siempre pensando en el bien de los demás. Necesitamos que toda nuestra Iglesia se renueve “por dentro con espíritu firme” (Salmo 51,12) y tenga un nuevo pentecostés para salir a las calles a predicar (Hch.1,8).

Jesús encuentra a sus amigos, a sus discípulos con mucho miedo, no sabían qué hacer, hasta que se apareció resucitado, deseando la paz y llenándoles de alegría: “estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos…se puso en medio y les dijo: paz a ustedes. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor” (Jn.20,19-23). La promesa que había lanzado a ellos, era verdad, de no dejarlos solos y de darles su Espíritu: “sopló sobre ellos y les dijo: reciban el Espíritu Santo”. Fueron renovados y recibieron una unción fresca del Espíritu en sus vidas.

Eso quiere hacer hoy Jesús contigo, conmigo y con todos. El Espíritu Santo desea quedarse para siempre: en nuestra Iglesia, en cada misionero que quiere jugárselas por el reino, en cada obra de amor, en cada proyecto en bien de los pobres, en cada enseñanza, en cada buena decisión, en cada matrimonio, en cada familia, en cada sacerdote, en cada parroquia, en el mundo entero. No le cerremos las puertas porque viene siempre como “dulce huésped del alma”. Llenémonos de Él cada día, invoquémosle con humilde, pidamos que venga en nuestro auxilio para que nuestro actuar sea cada vez más creíble. Miremos en María, la llena de gracia, la llena del Espíritu Santo para nos anime cantar y contar las maravillas de Dios para que el mundo crea.

Con mi bendición.

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