El evangelio de San Juan, siguiendo la dinámica de los domingos precedentes, nos sitúa las palabras de Jesucristo en el diálogo que sostiene con sus discípulos antes de experimentar su muerte en cruz.

En el discurso de preparación a sus discípulos para que comprendieran el sentido de su despedida y de encuentro con su Padre, Jesús insiste en tres aspectos que son esenciales tenerlos presente para identificarnos plenamente con Él: la Palabra, el amor, el Espíritu Santo.

La Palabra: es la voz revelada de Dios a los hombres desde la creación. La Palabra, según atestiguan los escritos de San Juan en su cuarto evangelio, se encarna en María Santísima, se hace hombre como nosotros para nuestra salvación y redención. Jesús predica, siente necesidad de anunciar la Palabra y así nos ilumina con su presencia y testimonio. Nos corresponde adoptar una actitud de escucha para discernirla en nuestro mundo. La palabra del hombre se adormece y se marchita con el tiempo y, ante tantas ofertas, es difícil distinguir la sincera, la verdadera, la que no busca interés. La Palabra de Dios nos vivifica y santifica y nos conduce por caminos que nos llevan a la plenitud y a la salvación.

El amor: es la esencia de nuestra identidad cristiana. El amor de Dios es infinito y se manifiesta especialmente al enviar a su propio Hijo para que sea el fiel reflejo de nuestro encuentro con Él y con los hombres. ¿Cómo podemos corresponder al amor de Dios aun desde nuestra propia debilidad y fragilidad humana? El evangelio de San Juan nos da algunos criterios: mantenernos en diálogo permanente, en escucha sostenida, en intimidad y en oración con Él; participar y recibir los sacramentos, sobre todo la Eucaristía y la Reconciliación, como signos de encuentro y de adhesión a Él y a los cristianos; impulsar la caridad, la comprensión mutua, la aceptación, la tolerancia y la solidaridad como actitudes fundamentales de relación interpersonal que cristalizan en el mundo en que vivimos la presencia de Cristo y nos hacer ver en los demás el reflejo de Dios. En realidad supone mantener un equilibrio en la balanza del encuentro con el Señor entre nuestra vida trascendente que siempre apunta hacia el misterio espiritual de su presencia que nos llama y la vida inmanente que nos orienta hacia ese esfuerzo por vivir la caridad desde el servicio y la entrega a los hombres.

El Espíritu: es la fuerza divina que nos impulsa a comprender y profundizar en la Palabra, a orientar nuestra vida desde la presencia de Dios y a fomentar la fraternidad en nuestras relaciones interpersonales. Agita nuestros corazones adormecidos y renueva nuestra vida para ir creciendo en perfección y en santidad. Nos mantiene en permanente alerta para superar las ambigüedades de la vida y crecer en autenticidad y en esperanza. Revitaliza nuestra vida para superar la tentación de la rutina y crecer en renovación permanente y en santidad.

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