VERÁN VENIR AL HIJO DEL HOMBRE

Estamos próximos a concluir el año litúrgico y la liturgia de este trigésimo tercer domingo nos introduce a tomar una actitud de evaluación. La apocalíptica fue una actividad literaria que tuvo su auge entre los siglos III a.C. y II d.C. que intentó infundir esperanza a la fidelidad de las convicciones religiosas tanto judías como cristianas en contexto de hostilidad y persecución. Su lenguaje metafórico, apoyado en materiales míticos, buscó denunciar el abuso de poder del imperialismo de turno, exhortó a la perseverancia en medio de la tribulación y proclamó el triunfo próximo del poder de Dios que restauraría su soberanía sobre la creación. Este género literario fue el sustento de la escatología que se abría como esperanza en medio del caos que condujo el dolor de la pérdida de quienes se aferraron a su fe a costa de perder su propia vida. El libro de Daniel, aunque cuenta la fidelidad de algunos jóvenes en tiempos de Nabucodonosor (s. VI a.C.) – que sería el contexto literario -, expresaba más bien la fuerte llamada de atención a la fragilidad de los judíos ante la invasión griega de Antíoco IV Epífanes (s. II a.C.), animando más bien a defender con la perseverancia la fe de los antepasados. Pero esta resistencia no solo era una cuestión de la tierra, también la realidad celestial necesitaba luchar y Miguel, el arcángel de Dios, se erige como enseña de la defensa de la soberanía de Dios sobre cualquier poder celestial o terrenal como su nombre lo refiere (en hebreo: “quién como Dios”). Sin duda, aquí se proclama sin tapujos la esperanza en una vida eterna, que supera la realidad de la muerte corporal, resaltando, sobre todo, la suerte de los justos, que no serán olvidados jamás, pues su ejemplo de fidelidad y firmeza se eleva como lumbreras en el firmamento.

En la segunda lectura, se continúa la reflexión de la eficacia del acto sacrificial de Jesús con lo cual no hay más sacrificios que hacer. Pero, como parte de esta confesión en la resurrección de Jesús, también se subraya la exaltación del Hijo que se sienta a la derecha de Dios para juzgar, para ejercer justamente ese poder de salvación sobre la muerte, el último enemigo, con lo cual, queda abierto el acceso al Templo celestial para todos los que creen en él.

Finalmente, escucharemos un fragmento del conocido “discurso escatológico” del capítulo 13 del evangelio de Marcos. La comunidad a la que se dirige este evangelio ha sido testigo de la destrucción del Templo de Jerusalén el año 70 d.C., que significó un tiempo de turbulencia debido al levantamiento de los judíos rebeldes y las legiones romanas, confundiéndose con la expectativa mesiánica, creando una especie de confusión dentro de la comunidad cristiana. Una vez más, los signos apocalípticos denotan tiempos de conflicto, entre la decisión de perseverar o declinar la fe en Cristo Jesús, y esto afecta a toda la creación. Si se tiene que confiar en la instauración de la soberanía de Dios este propósito no se restringe solo al ámbito de esta tierra sino también al del ámbito celestial y para ello el lenguaje apocalíptico se aferra a la figura del “Hijo del hombre” (Hijo de Adán”), único título que se aplicó Jesús en los evangelios, y que intenta ser el punto de encuentro del Creador con su creación, pues este viene en las nubes exaltado, como signo de la restauración de la humanidad, que ya no es más esclava del pecado sino redimida por el amor misericordioso de Dios. Para la tradición de este evangelio la vuelta de Jesús se iba a realizar muy pronto, de allí el énfasis de que aquella generación la iba a contemplar, aunque el misterio del día indicado era preciso mantenerlo en estricto secreto.

Vivimos tiempos difíciles; hay mucha contrariedad, muchos hablan en nombre de Dios, pero revelan grandes incoherencias; el poder del hombre desafía el respeto a Dios; hay quienes pregonan que estamos en tiempos donde la apocalíptica podría ser un medio importante para despertar del letargo en el que se encuentra los cristianos amedrentados por el afán de poder y de dinero que está desfigurando el verdadero rostro del hombre. Hoy se hace necesario escuchar el grito del auténtico ser humano restaurado, de ese Hijo de hombre, que quiere recuperar a la creatura en su íntima relación con su Creador. Por eso unámonos a la plegaria del salmista en este domingo: “Me enseñarás el camino de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia”.

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