Queridos hermanos:

Si recuerdan, el evangelio dominical de la semana pasada tenía como protagonista a un publicano. El evangelio este domingo también. Del publicano de la semana pasada no teníamos mayores datos, solo que sabía orar con humildad (Cf. Lc 18,13). Pero, del personaje de la lectura de esta semana, sí sabemos mucho: sabemos que se llamaba Zaqueo y que era natural de Jericó, que era el jefe de los cobradores de impuestos, que era muy rico y que era de baja estatura (Cf. Lc 19,2-3). Estos datos no son menores porque no solo describen al susodicho por fuera, sino que grafican cómo era en su interior: como casi todos los publicanos de su época, era ladrón y corrupto; solo vivía para acumular dinero; precisamente toda su riqueza venía de lo que le robaba a la pobre gente. Es por eso que san Lucas, con doble intención, nos dice que Zaqueo era de “baja estatura”, no solo física, sino también espiritual, y que su pequeñez le impedía ver a Jesús (Cf. Lc 19,3b). Suele pasar lo mismo con todos los que tenemos el espíritu “chato” por dedicar nuestra vida a acumular bienes, a gastarlos inútilmente, olvidando el deber de caridad con los que sufren. Todo esto hace que sea muy difícil ver a Jesús que, por otro lado, siempre está cerca.

Sin embargo, algo bueno tenía Zaqueo, algo muy pequeño, pero es algo. Nos dice el evangelio que Zaqueo “quería ver a Jesús” y que cuando se enteró que el Señor estaba atravesando la ciudad, se subió a un árbol solo para verlo (Cf. Lc 19,4). Suponemos que Zaqueo había oído hablar sobre Jesús, sobre sus milagros y palabras, y que por eso le nació un pequeño interés por encontrarlo. Ese pequeño interés por encontrarse con Jesús fue lo que al final terminó salvándolo. Jesús, por su parte, al pasar cerca del árbol donde estaba subido Zaqueo, lo mira y le dice: “Zaqueo, baja en seguida, pues hoy tengo que quedarme en tu casa” (Cf. Lc 19,5). Si somos muy observadores, nos daremos cuenta que, en esta historia, en realidad el que busca a Zaqueo es Jesús. Zaqueo, más bien, debió sorprenderse de que el Señor lo mirara, lo llamara por su nombre y se autoinvitara a cenar. Se había producido un gran encuentro entre dos personas que se buscaron y el resultado estaba por venir.

Sabemos que Zaqueo se llenó de alegría cuando Jesús le habló y que lo recibió con gusto en su casa (Cf. Lc 19,6). Pero esta emoción iba a ir más allá cuando, una vez cenados, Zaqueo dijo resueltamente: “Señor, voy a dar la mitad de mis bienes a los pobres, y a quien le haya exigido algo injustamente le devolveré cuatro veces más” (Lc 19,8). Quien en un principio les robaba a los pobres, ahora les devolvía lo suyo y mucho más. ¿Qué había pasado con Zaqueo? ¿Por qué este cambio tan brusco y radical? La respuesta es muy sencilla: Zaqueo se había encontrado con Jesús y éste “entró en su casa”, es decir, en su corazón, produciéndole un cambio en su manera de pensar y de vivir, o sea, una conversión.

Este encuentro entre Zaqueo y Jesús describe muy bien nuestro itinerario cristiano. Sabemos que Jesús siempre está cerca de nosotros buscándonos porque quiere encontrarse con nosotros y “entrar en nuestra casa”, es decir, en lo más íntimo que tenemos: nuestro corazón. Pero Jesús nunca fuerza, sino que espera de nosotros un mínimo de interés por él. Cuando nosotros nos decidimos por también buscarlo, se produce este encuentro maravilloso; y el resultado es siempre un cambio de vida, porque cuando Jesús entra en el corazón nunca lo deja igual, sino que lo renueva, lo sana y lo salva si estaba perdido. A esto se le llama conversión.

La invitación, pues, está dada: busquemos a ese Jesús que desde hace mucho tiempo nos está buscando. Hagamos lo posible por cruzarnos con su mirada, desde subirnos a un árbol hasta acudir al confesionario. Recordémoslo siempre: solo hacen falta que las dos voluntades se junten para volver a escuchar: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa” (Lc 19,9).

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