Queridos hermanos:

Permítanme comenzar esta reflexión haciendo una aclaración sobre el texto del evangelio de este domingo. El evangelio de san Mateo fue escrito para una comunidad cristiana judeo-cristiana, es decir, que estaba formada básicamente por judíos convertidos al cristianismo. Esta afirmación no debe sorprendernos porque, tal como lo atestigua el Nuevo Testamento, el mismo Jesús y sus primeros discípulos eran judíos; por lo tanto, es de suponer que las primeras comunidades cristianas las formaron aquellos que, como los apóstoles, siendo judíos, comenzaron a creer que Jesús era el Mesías y se adhirieron a su proyecto. También es de suponer que estos primeros cristianos, al momento de hacerse cristianos, no olvidaron ni sus costumbres ni sus creencias judías; asumieron la doctrina de Jesús, obviamente, pero sin hacer un “borrón y cuenta nueva”. De hecho, si leemos el libro de los Hechos de los Apóstoles y algunas cartas de san Pablo, nos daremos cuenta de que los problemas que existían en las primeras comunidades cristianas se referían a la permanencia en ellas de ciertas costumbres y creencias judías. Una de estas creencias judías que se mantuvo por largo tiempo en los judíos que se hicieron cristianos fue la que se refería a la exclusividad del pueblo de Israel como pueblo de Dios. En efecto, uno de los pilares de la fe judía era la conciencia de que Dios había elegido al pueblo hebreo como pueblo de su propiedad, que Dios solo se manifestaba en él y que la salvación era exclusivamente para ellos. Los demás pueblos de la tierra eran la “chusma”, o, para usar un término bíblico, “los paganos”.

Pero esta concepción de ser pueblo elegido que mantuvieron los judeo-cristianos, chocó con otra realidad: en su predicación, Jesús había dicho que la salvación de Dios era universal, o sea, “para todos los hombres de buena voluntad”, no solo para los judíos. Obviamente, estas dos ideas colisionaron en los primeros años en el seno de la comunidad cristiana, causando conflictos y divisiones: por un lado estaban los que querían continuar con las costumbres exclusivistas judías y, por otro, los que tenían una visión más universal de la Iglesia. Probablemente, san Mateo fue testigo de estos conflictos dentro de su comunidad. Por eso, al momento de escribir su evangelio, como un intento de zanjar las disputas, incluyó en su escrito esta historia protagonizada por Jesús y una mujer pagana que leemos este domingo, con la finalidad de recordarle a su comunidad (y, de paso, a nosotros), el deseo de Jesús: la salvación es para todos. Fue como si el evangelista le hubiera dicho a su comunidad: “ante la duda, vale más el mensaje de Jesús. Y el mensaje de Jesús es que la salvación es universal”.

Este es el contexto en el que se enmarca el evangelio de este domingo. No es casualidad, pues, que en la narración mateana se resalte a una extranjera (vivía en la región de Tiro y Sidón) como modelo de fe y confianza en Jesús; y que, precisamente por su fe, se haga merecedora de una gracia de Jesús (el milagro de la curación de su hija). Esto debió sonar muy duro para aquellos que estaban convencidos que solo los miembros del pueblo judío tenían acceso a los beneficios de Dios. Al contrario, en esta lectura se resalta el deseo de Dios de derramar su gracia a todos los hombres, judíos o extranjeros, con el solo requisito de reconocer en Jesús al Mesías, el Hijo de Dios, y tener confianza en él. San Mateo estaba convencido que, a partir de Jesús, el acceso a Dios ya no dependía de la pertenencia explícita y formal a un pueblo específico, sino de la fe en Jesús. Es esta convicción la que intentó transmitir a su comunidad a través de su evangelio, y es la misma convicción que intento yo transmitirles a ustedes.

Queridos hermanos: la fe en Jesús como Mesías e Hijo de Dios es capaz de crear una nueva comunidad, un nuevo pueblo, pero esta vez no limitado por barreras geográficas ni culturales. Todos los seres humanos, a través de la fe, pueden pertenecer a este pueblo. Perteneciendo al nuevo pueblo de Dios se tiene un acceso privilegiado a Dios y a todos sus beneficios, entre los que debemos incluir la salvación. El deseo de Dios es de salvar a todos, y este deseo se traduce en la simplicidad con la que uno puede salvarse: solo creyendo en Jesús y adhiriéndose a su proyecto. Hoy, la Iglesia, que es ese nuevo pueblo de Dios formado por todos aquellos que tienen fe en Jesucristo y cumplen su proyecto, es el camino privilegiado hacia Dios. La Iglesia no es una comunidad circunscrita a límites geográficos, culturales o legales. Es, más bien, una comunidad sin límites, abierta, universal, que tiene solo la característica de que todos sus miembros tienen fe en Jesús. Vivan donde vivan, vivan como vivan, todas las personas que crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, al igual que la mujer cananea del evangelio, forman parte del nuevo pueblo de Dios. Basta solo con formalizar la entrada a este pueblo con el bautismo, para tener la salvación al alcance de la mano.

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