¡CUÁNTAS OPORTUNIDADES NOS DA DIOS!

Moisés, el hombre de dos pueblos: nacido hebreo, pero criado como un egipcio; un hombre en abierto conflicto consigo mismo y con su destino. Dios lo rescató de la muerte en el Nilo (de allí su nombre) para ayudar a su pueblo de origen a salir de la esclavitud opresiva de Egipto hacia la libertad. Para lograrlo tuvo que ser testigo de la lucha de dos poderes, el poder del faráon y el poder de Dios, hasta quedar completamente convencido de que la fuerza de Dios no tiene comparación. El fragmento que escucharemos, nos cuenta la huida de Moisés a Madián donde pensaba que su vida estaría orientada a ser un humilde pastor, alejado de ambas realidades que lo perturbaban, pero Dios irrumpió en su vida para revelarle su plan de liberación. Apelando a un espectáculo asombroso con la zarza que ardía, pero no se consumía, escucha la voz de Dios que le advierte de la santidad ante la cual está presente y le exige disponerse a obedecer su pedido. La revelación de un Dios de la historia anticipa la esperanza de lo que vendrá, un Dios atento ante una situación que no es compatible con su designio creador. Ante la opresión de un pueblo contra otro, Dios “bajará” para liberar a los oprimidos y conducirlos a una tierra donde puedan vivir en libertad. Moisés entra en confusión, pues piensa que él será el artífice de tan grande proeza y empieza a evadir la responsabilidad y justificarse para no asumir esta misión, pero Dios le hace ver una y otra vez que su misión solo será de mediador de la acción salvífica que Dios mismo obrará. Este es el momento de la revelación del nombre de Dios, que no se circunscribe a saber y pronunciar su nombre (de por sí, los judíos no lo nombraban por respeto y en su lugar decían “Adonay”, que significa “mi Señor”), sino más bien a confirmar que su presencia es real, histórica, actuante; es el Dios de siempre, el que no se desentiende de su elegido, el que fija su mirada en el débil y oprimido y lo salva.

En la segunda lectura, Pablo, conocedor de la historia de salvación de su pueblo judío, no solo por el dato bíblico sino por diversas tradiciones (una de las cuales sorprendentemente, habla de que la roca de la que manó agua en el desierto “caminaba” con Israel, y esto lo menciona aquí en esta carta paulina), relee el éxodo en clave de fe de la salvación ofrecida por Cristo Jesús. Y es que, en definitiva, el ejemplo de la generación del éxodo no es el mejor a seguir, pues ante el fracaso del becerro de oro, aquellos infieles sucumbieron en el itinerario del desierto. No se puede repetir el mismo error, y los cristianos no pueden sentirse “seguros” de que su elección les asegure la salvación plena. Deben perseverar y ser fieles hasta el final.

El evangelio que escucharemos posee unos datos interesantes que se combinan con una interpretación religiosa propia de un mundo religioso. Pilato fue uno de los más sanguinarios procuradores romanos, a quien se atribuyó algunos sucesos poco razonables para buscar la paz con los judíos como esta matanza a galileos y la profanación del culto. Pero, además, se recurre a un accidente, quizá conocido más por la tradición popular, de la caída de la torre de Siloé que terminó matando un grupo de judíos. La pregunta inmediata que se produce es: Y, ¿por qué les pasó estos a esta gente? Pues la interpretación piadosa más común sería: “fueron castigados por sus pecados”. Clara justificación para que quienes se confían de que son más justos que esos pobres desgraciados. La advertencia es evidente: una excesiva confianza puede conducir a una indiferencia y a una falsa seguridad. Así, es difícil encaminar la conversión. La parábola que sigue a esta advertencia intenta reflejar las oportunidades que Dios nos ofrece a pesar de nuestras equivocaciones. Quizá, muchos reaccionaríamos como el dueño, pues vemos que de verdad resulta más fácil arrancar esa higuera infértil y asunto arreglado; pero la misión de Jesús no ha sido la de arrancar de cuajo, sino trabajarla, podarla, abonarla. El plan salvífico de Dios está más lleno de ternura y compasión que de cólera y violencia. ¡Cuánto nos falta por aprender de la misericordia de Dios!

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