Jesús, en el evangelio del día de hoy, mantiene el compromiso de las Bienaventuranzas como búsqueda incansable de la felicidad que no coincide, necesariamente, con los criterios humanos.

Por medio de algunas comparaciones, radicales pero muy claras para que no lleven a falsas interpretaciones, Jesús nos trata de demostrar que, en relación con su seguimiento, debemos distinguir lo esencial de lo accidental. No podemos mantener una fe mediocre, pusilánime, de rutina sino aspirar a un fortalecimiento de la voluntad y del reconocimiento de la gratuidad de Dios.

Jesús nos manifiesta con meridiana claridad que la verdad del hombre, su bondad, el espíritu de colaboración y entrega a los demás, son actitudes que brotan de la vida interior purificada por la fuerza del espíritu de Dios que nos lleve a dar frutos maduros y perseverantes. Por eso Jesús nos recomienda que nos miremos a nosotros mismos, con humildad y sencillez, sinceridad y transparencia, bajemos en profundidad al fondo de nuestro ser, descubramos la bondad o hipocresía de nuestra vida y no estemos tan pendientes de la actuación de los otros.

La idea anterior no se contradice con el testimonio de nuestra fe. Estamos llamados a ser “sal y luz” para quienes nos contemplen. En un mundo secularizante con cierta indiferencia, incomprensión y hasta rechazo a los valores del evangelio, hoy, más que nunca se nos exige fortalecer nuestra identidad y manifestarla con firmeza. El problema estriba cuando no sabemos a o no queremos distinguir la irradiación de la fe de palabra y de obra con la mirada puesta en el resto de las personas como jueces de sus actuaciones personales.

Si queremos dar frutos de credibilidad, coherencia, honradez de vida, valores tan necesarios en nuestra vida, nos tendremos que fijar, en primer lugar, en nosotros mismos, con autocrítica firme y sincera, en conversión continua y profunda, y así ser reflejos del amor de Dios en el mundo.

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