Aproximándonos ya a la culminación de este ciclo litúrgico, el evangelio que nos presenta la Liturgia de la Palabra del presente día guarda relación con el domingo anterior. Jesús nos presenta el final de los tiempos desde la perspectiva de su resurrección y como un encuentro amoroso entre Dios y los hombres.
Quiere liberarnos, de esta forma, de esa ansiedad que podemos sentir sobre la vida futura y entenderla desde el marco de la esperanza y de la confianza del Señor que nos redime y nos salva.
En ciertos momentos vivimos preocupados por el futuro y el sentido “del más allá” pero hoy el evangelio afirma con contundencia: “Ni un cabello de vuestra cabeza perecerá, con vuestra perseverancia salvaréis vuestras vidas” (Lc. 18). Lo decisivo, ciertamente, llega al final pero no tenemos que dejarnos dominar por lo que intuimos por delante. Hay que vivir sin prisas, sin agobios innecesarios, relativizando los hechos, con constancia y con fe porque el futuro, aun el del final de los tiempos, se construye desde el presente desde la serenidad y la paz interior. No tenemos en nuestras manos la determinación del futuro pero está en las manos de Dios que nos ama. Por lo tanto, sustituyamos la angustia, desesperación, intranquilidad, por confianza, alegría y plenitud de vida.
El Señor nos pide en el día de hoy que sigamos construyendo su Reino; que hagamos de nuestra vida una ofrenda agradable a Él y a los hombres para anticipar los bienes venideros desde nuestra propia realidad presente. Cristo inaugura el Reino pero nos deja a nosotros que lo perfeccionemos e, incluso, que lo hagamos más cercano a sus propias pretensiones. Entonces estaremos viviendo el presente como Hijos de Dios “resucitados”, en comunión con ese mismo Dios. La esperanza en la resurrección final no nos lleva a desentendernos de las cosas de este mundo, sino que nos mueve a hacernos responsables del bien de los demás, del acercamiento permanente de nuestra vida a los planes definitivos de Dios. La oración, el trabajo, la generosidad con los necesitados, en una palabra, el amor a Dios y a los hombres serán los instrumentos válidos que garanticen la construcción perseverante del Reino de Dios como umbral definitivo del Reino de Dios en el encuentro con el Padre.
Vivir el presente en esperanza como hijos elegidos de Dios será una buena actitud para afrontar con optimismo la vida, vencer nuestros miedos y proyectarnos al encuentro gozoso con Dios que nos llama y nos espera con amor de Padre.