Queridos amigos
En esta tercera parábola de Lucas sobre la oración (Lc 18, 9-14), Jesús nos habla de la importancia de la humildad en la oración y en la religiosidad. Es, junto con la caridad, la condición sin la cual no es oración. Para ponerlo más claro y chocante, se vale de dos personajes –uno fariseo y otro publicano-, que en su tiempo constituían los dos sectores mayoritarios de la población. Cargando las tintas el evangelista los convierte en el anti retrato y retrato de la oración verdadera. De paso nos hace ver la estrecha conexión que existe entre religión y oración, tanta que podemos afirmar dime cómo oras y te diré cómo es tu religión, es decir, la idea que tienes de Dios y la manera como te relacionas con Él.
Según los criterios entonces imperantes los correctamente religiosos eran los fariseos, que se preciaban de ser escrupulosos cumplidores de la Ley (el Torah) y de hacer largas oraciones. En tanto que, para ellos y en general, los publicanos eran peor que pecadores. Curiosamente, por decir lo menos, en la parábola las cosas se voltean: los publicanos quedan como los religiosamente buenos, empezando por su manera de orar, mientras que los fariseos quedan como pecadores, cabalmente por su manera de orar. Dice Jesús: “el publicano volvió a su casa justificado; y el fariseo no. Porque todo el que se ensalza será humillado mientras que el que se humilla será enaltecido (Lc 18,14).
La frase de Jesús es más que una paradoja. Y más que una mera condenación del orgulloso o una exaltación del humilde. Entraña una inversión de valores, al poner la humildad (y no la grandeza) como criterio para juzgar a las personas y como condición indispensable de la oración genuina y de la verdadera religión. Es ya la hora de decir que por humildad entendemos aquí el reconocimiento sincero y explícito de la grandeza de Dios y de nuestra dependencia total de Él. El fariseo es cumplidor de la Torah y se pasa haciendo cosas buenas; su mal está en ser un “sobrado”, que se atribuye a símismo cuanto hace, se vanagloría de hacerlo y mira despectivamente a los demás. Le falta la actitud humilde del “pecador”.
Humildad en lo personal, gratitud para con Dios y compasión para con el prójimo, es lo que no tiene el fariseo de la parábola, ni se le ocurre que hagan falta. Dios debe estar orgulloso de él, pues va más allá de lo que pide la Ley. Por ejemplo, ayuna los lunes y jueves, y paga el diezmo de todo, no sólo de lo especificado en la ley. No tiene necesidad de pedir nada. A Dios gracias, tampoco es como el publicano que, atrás, se golpea el pecho y pide a gritos perdón… Al fariseo y a muchos de nosotros se nos olvida que lo que Dios espera de nosotros no es la lista de nuestras virtudes sino la humilde confesión de nuestros pecados.