Hoy leemos en el evangelio el conocido pasaje de la Transfiguración del Señor. Jesús, después de un tiempo prolongado anunciando el mensaje salvador del Reino, siente necesidad de hacer un alto en el camino y acercarse a Dios para orar y escuchar su palabra. Elige el monte como lugar de intimidad y lo acompañan tres de sus discípulos para que su relación con Dios adquiera también el sentido comunitario de la dimensión orante de la fe.

El Señor nos invita a pararnos, a hacer una pausa en nuestro diario caminar y reencontrarnos con nosotros mismos y con Dios. Solamente así podremos evaluar nuestras actividades, descubrir nuestras debilidades, fortalecer nuestras bondades y retomar el camino de la vida con optimismo y esperanza.

En la intimidad de nuestro ser, escuchando la voz de nuestra conciencia, se toman las decisiones con calma, se escucha la voz del espíritu que nos habla y, en diálogo compartido, se presiente el espacio necesario para equilibrar nuestra vida.

El pasaje de la Transfiguración es una exhortación a evaluar nuestra forma de actuar y de vivir. Debemos mantener un equilibrio entre trabajo, oración y descanso. La vida es una prueba y en el desarrollo de nuestro proyecto encontramos muchas dificultades. No somos fuertes. Nuestro ser es quebradizo. La fidelidad nos afianza en el camino y a permanecer inquebrantables en la adhesión a la fe pero siempre surgen las debilidades porque nuestra voluntad es quebradiza. El que permanece en la lucha, como Jesús, sube a la montaña alta, alcanza el horizonte, tiene visión profunda y vislumbra la promesa que se va haciendo realidad en el presente. El monte es el símbolo del encuentro con Dios, de la introducción en la esfera divina, de la comunión con su ser y hacer diario. Nuestra vida, si la vivimos con fidelidad tiene un horizonte, una esperanza, una posibilidad radiante. El esfuerzo nuestro por vivir en comunión con Dios y entregados a los demás no queda baldío. Es empezar a ser ya el hombre nuevo, comenzar a escalar la montaña de la transfiguración manifestándonos que en el camino hacia la transformación definitiva nos acompaña una voz, una presencia, Dios mismo.

Sentir intimidad con alguien es imprescindible para airear la mente y el espíritu. El Señor encontró el diálogo, el compartir experiencias para reafirmar su misión y reemprender nuevos ánimos con Pedro, Santiago y Juan. Dios les iluminó con su presencia. Es el preludio de nuestra propia “iluminación” que se realiza a partir de la experiencia del Señor resucitado, solidaria con la nuestra.

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