Queridos hermanos:
La vida de todo cristiano podría definirse como una continua carrera hacia la gran meta que es el cielo. Se podría decir que el tema de la salvación siempre ha estado dentro de las preocupaciones del hombre creyente. Las preguntas más frecuentes de las personas de fe suelen ser: ¿quiénes se salvarán? ¿Qué debemos hacer para salvarnos? Este es el tema central del evangelio de este domingo. Trataremos de responder a estas interrogantes ayudados por las mismas palabras de Jesús.
La historia de este relato comienza con una pregunta: “Alguien le preguntó a Jesús: “Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvarán?”” (Lc 13,23). La respuesta a esta pregunta podría ser simple: Dios quiere que todos se salven (Cf. 1 Tim 2,4). Sin embargo, aunque es el deseo de Dios, eso no quiere decir que necesariamente todos tendrán esa dicha. Antes de llegar al cielo habrá que cumplir algunos “requisitos” que serán determinantes para acceder a él. De hecho, en el relato evangélico, Jesús no responde la pregunta con un simple “sí” o “no”; más bien se limita a aclarar cuáles son esos “requisitos” indispensables para lograr la salvación. Es como si Jesús le respondiera a la persona que preguntó: “No te preocupes por cuántos se van a salvar; mejor preocúpate por si tú te vas a salvar”.
Según Jesús, lo primero que se requiere para lograr la salvación es “un esfuerzo por entrar por la puerta angosta” (Lc 13,24a). Esta idea de la puerta angosta aparece en otro evangelio: “Entren por la puerta angosta, porque ancha es la puerta y espacioso el camino que conduce a la ruina… Pero ¡qué angosta es la puerta y escabroso el camino que conduce a la salvación!” (Mt 7,13-14). Para Jesús, la puerta angosta conduce al cielo, pero no es una entrada muy fácil de pasar. Él mismo lo dice: “Yo les digo que muchos tratarán de entrar y no lo lograrán” (Lc 13,24b). ¿Cuál es la dificultad para entrar por la puerta que conduce a la salvación? Pues, precisamente, su estrechez. Y para caber por un lugar estrecho hace falta ser pequeño, diminuto, delgado. Muchas veces nuestro espíritu se puede llenar de cosas que nos impiden pasar por la puerta estrecha. Solo por poner algunos ejemplos que han aparecido en evangelios anteriores, el afán de riqueza, de poder, de éxito desmedido, la codicia, la avaricia, llenan nuestro espíritu y lo dañan. El llamado de Jesús a esforzarnos para entrar por esa puerta que nos lleva al cielo, es un llamado al sacrificio, a la mortificación, a dejar de lado todas estas cosas que nos engordan el espíritu. Como sucede con todas las cosas importantes en la vida, se requiere esfuerzo para conseguirlas.
Un segundo requisito para la salvación es encaminar nuestra vida hacia el bien y el amor. Es claro que, para Jesús, lo que determina quiénes van al cielo es el amor practicado durante toda la vida (Cf. Mt 25,34-40). El amor es tan determinante para nuestra salvación, que podría pasar que una persona sea asidua participante de las celebraciones cristianas, de los sacramentos, de las oraciones, de los mandamientos, y aun así se quede fuera del cielo por no haber practicado el amor. Algo de eso sugiere Jesús en este evangelio cuando explica que el dueño de casa cerró la puerta y muchos de sus amigos se quedaron fuera. Estos amigos se pusieron a gritar: “¡Señor, ábrenos! Pero el dueño les contestó: No sé de dónde son ustedes. Entonces comenzaron a decir: Nosotros hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas. Pero el dueño les dijo: No sé de dónde son ustedes” (Cf. Lc 13,25-27). El reclamo de los que se quedaron fuera es semejante al de aquellos que piensan que acumulando misas, rezos y oraciones se están mereciendo el cielo. Más bien, debemos ser conscientes que para salvarnos, no basta con actitudes piadosas externas, no basta con limosnas para Dios, no basta incluso con pertenecer a un grupo parroquial, si el amor no es el distintivo de nuestra vida.
Es cierto, Dios quiere que todos los hombres se salven y es impresionante las oportunidades que nos da para que accedamos a esa salvación. Sin embargo, aun cuando la salvación no se merece, debemos esforzarnos por ella. Este evangelio nos propone dos buenos consejos: primero, hay que poner a dieta nuestro espíritu, de manera que podamos entrar por la puerta angosta que nos lleva al cielo; y segundo, hay que practicar el amor. Felizmente el amor nutre nuestro espíritu pero no lo engorda.