Hermanos:

Debo de reconocer que soy de las personas que le tienen miedo al mar. Su inmensidad, su fuerza, su oleaje, me intimidan. Y conozco a mucha gente que siente lo mismo que yo. Entre esta gente, están los judíos del tiempo de Jesús. Ellos también le tenían miedo al mar, pero por razones distintas a las mías: en muchos momentos de su historia fueron testigos de cómo los grandes imperios que los dominaron y que les causaron tantos males llegaron por el Mediterráneo (los filisteos, los griegos, los romanos), y eso hizo que tuvieran una connotación negativa del mar. Por eso, para los judíos, el mar (con “r”) era símbolo del mal (con “l”). Este es el motivo por el que, en muchos pasajes de la Escritura, encontramos imágenes negativas asociadas al mar. Recordemos, por ejemplo, que en el Apocalipsis, la bestia (símbolo del Imperio Romano perseguidor) sale del mar (Ap 13,1); o que Jeremías asocia las voces de los impíos que quieren matarle con “el bramido del mar” (Jr 6,23). Otro ejemplo muy claro de esta realidad lo encontramos en el evangelio de este domingo.

En efecto, la escena que nos presenta el evangelio de este domingo se desarrolla en el mar de Galilea. Y una vez más notamos que el mar es presentado con una connotación negativa. Se nos dice, de hecho, que los discípulos estaban en medio del mar en una barca y que “la barca iba ya muy lejos de la costa, y las olas la sacudían, porque el viento era contrario”. El zarandeo de la barca era causado por la tormenta que se desencadenó en medio del mar, y que originó miedo en los discípulos. De aquí nacen esas expresiones que muchos usamos para graficar esos momentos de nuestra vida en que nos sentimos como una barca sacudida por viento en medio del mar: “mi vida es un tormento”, “esta situación me atormenta”. Así como en el tiempo de Jesús, nosotros también muchas veces asociamos el mar con el mal. Los momentos difíciles de la vida, en los que sentimos que el mal, en cualquiera de sus presentaciones, nos envuelve, nos colocan en la misma situación que los discípulos: sentimos que no tenemos el control, algo externo y maligno nos domina y nos zarandea, nos genera miedo e incertidumbre.

Sin embargo, en el evangelio, hay una figura que aparece por encima del mar (símbolo del mal): “A la madrugada, Jesús fue hacia ellos, caminando sobre el agua”. Hay un mensaje muy claro aquí: Jesús, Dios, está por encima del mal. Los discípulos, en un primer momento, no creyeron que fuera Jesús; lo tenían al frente, pero no lo reconocían; habían visto su poder al hacer milagros, pero en medio de la tormenta dudaron y le confundieron con un fantasma. Jesús les tuvo que decir: “Tranquilícense y no teman. Soy yo”. Era el miedo el que no les dejaba creer en Jesús. El miedo, y de paso también el dolor, tiene esa mala característica: nos genera dudas muchas veces infundadas, no nos deja pensar claramente en la realidad, nos coloca como una venda en los ojos que no nos dejar ver ni sentir a Dios cerca. Es por eso que, en situaciones de “tormenta” en la vida, sentimos como si Dios se alejara, como si no nos escuchara. No es Dios, es el miedo. Dios está siempre cerca: lo demuestra la lectura del evangelio. Lo que hace falta es confiar en Dios, aun cuando el miedo y la duda nos asalten.

Precisamente, fíjense como continúa la escena. Pedro participaba del miedo y de la duda de los discípulos. Cuando Jesús les invitó a confiar, él también quiso liberarse del miedo, es decir, quiso estar por encima del mal: “Señor, si eres tú, mándame ir a ti caminando sobre el agua”. Jesús le contestó: “Ven”. Mientras Pedro se mantuvo sujeto de la mano de Jesús, pudo caminar sobre el mar (símbolo del mal), pero cuando volvió a dudar por la fuerza de la tormenta (símbolo del mal) se volvió a hundir en él. El mensaje no puede ser más claro: Jesús es el único que está por encima del mal; todos los que quieran salir de las situaciones de miedo y dolor causadas por el mal, solo deben sujetarse de la mano de Jesús, con fuerza y seguridad, aun cuando el mal parezca ganar. Jesús es más fuerte, el mal no puede con él y tampoco con el que está de la mano de él. El reproche que le hace Jesús a Pedro (“hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?”), podría tomarse como dirigido a todos los que se dejan llevar por el miedo causado por las tormentas de la vida y se sueltan de la mano de Jesús. Al soltarse, al poner la confianza en otras cosas, el mal, el dolor, el miedo, ganan y la vida se hunde. Al revés, son precisamente esos momentos, cuando la vida está zarandeada por las olas, cuando más le debemos buscar, aunque no lo veamos ni lo sintamos. Es un acto de fe y confianza: mientras más dolor suframos y más miedo sintamos por la cercanía del mal, más debemos hacer nuestras las palabras de Pedro: “Señor, mándame ir a ti, caminando sobre las olas”. Su mano está siempre tendida; solo debemos sujetarla y no nos hundiremos.

Reconozco, pues, que le tengo miedo al mar, pero al mar de verdad, no al que es símbolo del mal. Ante el mal, me mantengo alerta, pero no tengo miedo. Jesús me ha demostrado muchas veces que su mano está siempre estirada hacia mí para que la coja cuando me estoy hundiendo en él. Su mano es un salvavidas, en el sentido literal de la palabra: mi vida no se hunde en el mal cuando estoy con él. Quizá debamos tener en cuenta esto precisamente en este tiempo en el que la pandemia nos ha colocado en una situación similar a la de los discípulos asustados en medio del mar. Jesús camina sobre las aguas de la enfermedad y la muerte y nos invita a caminar con él, a confiar en él. Quizá esta tormenta duré todavía un poco más, y nos tocará seguir soportándola, pero a partir de ahora sabemos que tenemos un salvavidas que puede ponernos a su altura, por encima del mal. El mal, la muerte, la enfermedad, el miedo, el dolor, nos podrán rodear, pero no nos hundiremos en ellos si nos sujetamos a Jesús.

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