Queridos hermanos:
A algunos les puede sorprender la afirmación de Jesús en el evangelio de este domingo: “Yo he venido a prender fuego sobre la tierra, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!… ¿Piensan ustedes que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división.” Son palabras duras, ciertamente. Y sorprenden porque estamos acostumbrados a escuchar de boca de Jesús frases más dulzonas que agrias, más pacíficas que conflictivas, que buscan más la unidad que la división. Pero, obviamente, Jesús sabía lo que decía y sus palabras tienen una explicación. Para entenderlas quizá nos sirva conocer la situación del profeta Jeremías que se nos describe en la primera lectura de este domingo.
Como todo profeta, Jeremías hablaba en nombre de Dios. Sus palabras tenían como objetivo despertar la conciencia adormilada del pueblo. Como una madre que corrige a su hijo haciéndole ver sus errores para que no los repita, los profetas recriminaban al pueblo por su conducta contraria a la voluntad de Dios. Obviamente, a nadie le gusta que le llamen la atención por un error, y al pueblo de Israel al que se dirigía Jeremías, mucho menos. Por esa razón, las palabras del profeta caían mal al pueblo. Aun cuando sus palabras solo buscaban el bien, Jeremías fue convirtiéndose en un personaje indeseable. Lo dicho en la primera lectura lo corrobora: “Muera ese Jeremías, porque está desmoralizando a los soldados que quedan en la ciudad con semejantes discursos”. Esta situación vivida por Jeremías nos hace ver que la Palabra de Dios es dura porque nos confronta con nuestro ser más íntimo, nos pone al frente nuestros errores, pone al descubierto lo que realmente somos; y muchas veces las reacciones no son positivas: algunos optan por corregirse, otros por ignorar los errores y la propia Palabra de Dios, y otros por destruirla. De allí que los principales enemigos de la Palabra de Dios sean los que precisamente se sienten más confrontados por ella.
Ahora sí podemos entender el significado de las frases duras de Jesús en el evangelio. Sus palabras eran igual de duras, igual de exigentes, igual de cuestionadoras que las de Jeremías. Recordemos, por ejemplo, sus invitaciones a poner la otra mejilla, a perdonar siete veces siete, a amar a los enemigos; o aquellas dirigidas a los fariseos en las que descubre su hipocresía; o las que correcciones que lanzaba a sus propios discípulos cuando no entendían su mensaje. Es de suponer que ante semejantes palabras, las reacciones no iban a ser cordiales. Muchos de sus contemporáneos se escandalizaban con estas propuestas e intentaban boicotearlas. Y no solo eso, sino que los que sí decidían aceptar las invitaciones de Jesús, se convertían en víctimas de los que las rechazaban por ser exigentes. Por eso llega a decir Jesús en el evangelio: “Una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre.” Este es, pues, el fundamento de la división que vino a traer Jesús. No es una división buscada por él, pero es la consecuencia de la exigencia de sus palabras.
Queridos amigos: Quien decida ser un seguidor de Jesús coherente, debe saber que ese camino es exigente. Quien quiera ser perfecto según la invitación de Jesús, debe ser consciente que la Palabra de Dios lo va a cuestionar hasta lo más profundo de su ser. Quien quiera dedicarse a la causa de Jesús, debe estar dispuesto a vivir la división de la que habla Jesús, incluso dentro de la propia familia. Así es, así ha sido siempre, y así será hasta que todos entiendan que la Palabra de Dios puede darnos la felicidad, pero como todo lo que en esta vida vale la pena, implica una cuota de exigencia.