CAMBIOS NECESARIOS
Iniciamos un nuevo año litúrgico, y el tiempo del adviento nos prepara para hacer memoria de la doble venida del Señor: la promesa de Jesús de volver por segunda vez en gloria, a través de la imagen del “Hijo del hombre” y el recuerdo del nacimiento del Hijo de Dios acontecido hace ya más de dos mil años. La Iglesia, en la propuesta sabia del calendario litúrgico, antes de celebrar con gozo la Navidad, nos invita a evaluar si nuestro corazón está dispuesto a acoger al “Niño Dios” en el presente de nuestra historia, donde nuevamente quiere volver a encarnarse, en medio de nuestros sufrimientos y alegrías, dolores y esperanzas. Para esto, uno de los libros que suele resonar en el adviento es el que recoge las profecías de Isaías, cuyo contenido se extiende a lo largo de muchos años y en el que, sin duda, hay colaboración de, al menos, tres posibles autores.
En la primera lectura de este primer domingo, vamos a escuchar la profecía escatológica que se halla en el capítulo segundo de este libro. Cuando hablamos de escatología, nos referimos a la reflexión teológica acerca de las realidades últimas, donde aguardamos la palabra definitiva de Dios “al final de los tiempos”. Los investigadores proponen que esta corriente de pensamiento aparece con fuerza, luego de la crisis del exilio (s. VI a.C.), por lo que proponen que esta profecía pertenece, más bien, al “Tercer Isaías” (Is 56-66). Pero, también hay quienes sostienen que esta profecía, corresponde, más bien, al ministerio de Isaías, que se recoge en el “Primer Isaías” (Is 1-39), en el s. VIII a.C., que manifiesta, en primera persona, la “visión” que tuvo, muy similar a lo que anunciaría también el profeta Miqueas (quizá, este último dependa de Isaías: Miq 4,1-3). No se tiene mucha claridad de confirmar si corresponde a uno u otro momento, pero intentaremos proponer las posibles interpretaciones de ambas relecturas.
La profecía lleva al lector a poner su mirada en Jerusalén, pero en perspectiva de un tiempo promisorio. A partir de la irrupción del imperio asirio, potencia militar de aquel momento, era necesario fortalecer las defensas de la ciudad, y más aún, cuando tales huestes llegaron y asediaron la ciudad, luego de haber derrotado a sus hermanos del reino del Norte (o reino de Israel) hacia el 722 a.C. Pero, providencialmente, los asirios abandonaron el asedio, dando lugar a una interpretación teológica conocida como la “Sión que nunca será derrotada”, por lo cual, proclamaban que Dios los protegería siempre y que las potencias extranjeras se hallaban sometidas a su voluntad, de modo que, en un futuro promisorio, sería posible que todas las naciones terminasen por ser convocadas en la Ciudad Santa. Por su parte, para quienes apelan a que esta profecía provenga del tiempo posterior del exilio, proponen, más bien, una lectura como producto de la gran crisis de fe, suscitada por el destierro, que llevó a una especie de reivindicación de la ciudad de Jerusalén destruida, la cual, por el favor de Dios, deberá volver a erigirse, pero, esta vez, para reunir a los demás pueblos para una misma adoración al único Dios de todo el orbe. Pero, hay algo que se destaca notoriamente en esta profecía, y es que ese tiempo promisorio para Jerusalén se ha de caracterizar por un tiempo de paz y prosperidad. Al respecto de esto último, les invito a que pongan su atención en la penúltima metáfora de este fragmento profético, en el verso 4b: “De las espadas forjarán arados, de las lanzas podaderas”. Así, como en el pasado, la sombra de la guerra y la violencia engendrada por el odio es rechazada como una opción para convivir en paz, y hoy necesitamos meditar esto urgentemente. Nos cuestionamos, cómo ante tantos conflictos vividos en la historia de la humanidad, se siga apelando a la guerra como alternativa de solución, pero las cosas no se dan solo en el marco político o gubernamental, sino que las expresiones de violencia se manifiestan en los ámbitos más pequeños y cercanos a nosotros, como las enemistades y resentimientos en las propia familia, con los vecinos, con los miembros de la comunidad parroquial, con nuestros propios hermanos de comunidad en la vida consagrada. ¿Cómo podemos ser tan incoherentes de hablar de paz, cuando levantamos las lanzas terribles y sangrientas, palabras destructoras que humillan y menosprecian? Somos abanderados de la paz en el mundo, pero en muchas ocasiones exaltamos al odio porque otros piensan diferente a nosotros, nos expresamos mal de los que viven desde otras opciones ideológicas y respondemos de la misma forma con la que ellos nos agreden. ¿Qué paz realmente queremos construir en este mundo? ¿Cuál es la paz que le pedimos a Dios? Ya es tiempo de cambiar espadas por arados, hechas con el mismo material, pero usadas para distintos fines. No se renuncia a trabajar denodadamente, pero el esfuerzo debe orientarse a preparar los campos para sembrar la paz. Y sembrar es difícil, sino preguntemos al agricultor que debe poner toda su confianza en la semilla esparcida en la tierra y en los factores del clima, pero, sobre todo, porque tiene que saber esperar. ¡Cambiemos las armas por podaderas! Si no “podamos” nuestras actitudes negativas, seguiremos avanzando en la vida, pero “sin fruto”, doblegados por nuestras cargas y esclavitudes. Necesitamos cuidarnos unos a otros, requerimos una “poda” urgente para crecer erguidos, con ramas que puedan dar “buen fruto”. Nuestro mundo necesita detener su rumbo porque no tiene orientación. Comenzar de nuevo no es fácil, nunca lo fue. La profecía de Isaías anima a que Israel vuelva a confiar en la verdadera paz que solo nos puede traer Dios. Y si Dios es Dios de todos, claro que deberá manifestarse a la humanidad entera y, allí, entra nuestro compromiso misionero, aprendiendo a convivir y proponer la mejor alternativa de paz, que es el diálogo, el respeto, los consensos, la mirada de esperanza a un mundo diferente, donde todos puedan tener las mismas oportunidades para realizarse.
Este domingo se proclamará el salmo 121, un salmo de peregrinación donde se manifiesta el gozo del creyente que sube al Templo y recibe el anuncio esperanzador, quizá del sacerdote, que le aguarda y le ofrece una bendición de paz, de parte de Dios.
En el caso de la segunda lectura, Pablo propuso en la carta a los Romanos su proyecto evangelizador, justamente releyendo en clave escatológica y universal la salvación de Dios, pues aspiraba recibir el apoyo necesario para emprender su misión hasta el confín de la tierra. Luego de la disertación general de su carta, viene una sección en clave exhortativa, y es la que se recoge en esta segunda lectura. Pablo sabe que, el cristiano que se ha dejado invadir por la fuerza del Espíritu, vive en la libertad de los hijos de Dios. Por lo tanto, no podemos confesar la fe en Cristo, si nuestra vida se está dejando llevar por los deseos desordenados y no por la fuerza del Espíritu. Pablo tenía la convicción de que la venida de Cristo sería inminente y estaría muy próxima a realizarse, por ello, tiene sentido esta motivación a “despertarse del sueño”, pues está ya cerca la salvación. Apoyado en la metáfora de cómo la noche va pasando para dar lugar al día, insta a los creyentes a abandonar las obras de las tinieblas, para lo cual, es preciso “revestirse” con los “implementos” de la luz (esta idea se repite en Pablo: 2Cor 6,7; 10,4; Rm 6,13). El estilo de vida del cristiano debe alejarse del que, por el contrario, llevan los paganos (“comilonas”, “borracheras”, “libertinaje sexual”, “vida licenciosa”, “envidias”, “rivalidades”) y así, poder asemejarse a Jesús. Por ello, insistirá en el “revestirse” de Él, para poder dominar los “deseos desordenados”.
Los evangelistas también dejaron constancia de esa esperanza escatológica en aquellos discursos ubicados antes de la pasión, como el del pasaje del evangelio de Mateo de este domingo. Ya en la última parte de este gran discurso, el ejemplo que propone Jesús con la historia de Noé, es una relectura judía que entiende, el tiempo de la construcción del arca, como el tiempo que Dios ofreció a aquella humanidad corrompida la posibilidad de ser salvada; pero solo pudo acogerla la familia de Noé (esto no está en el Gn, pero sí en la literatura apócrifa: cf. 1Pe 3,17; 2Pe 2,15). La advertencia a estar preparados para la segunda venida no solo genera una tensión de futuro, sino evidencia un compromiso del presente. Por eso la vigilancia, aunque ejerza una función a futuro, no sirve si no se piensa en estar lo suficientemente sobrio y despierto en el presente para ser llevado y no dejado. La última comparación muy usada del ladrón, evidencia la necesidad que tiene el dueño de la casa de mantenerse alerta para no ser sorprendido. De alguna forma, la expectativa inminente de la venida de Jesús iba perdiendo su fuerza inicial, por lo que se interpreta como un misterio que solo le compete a Dios, exigiendo solo a los creyentes a mantenerse preparados para la venida del Hijo del hombre.
Por tanto, hermanos y hermanas, al inicio del adviento, ¿qué “espada” estás dispuesto a quebrar para construir con ella un buen arado? ¿Qué “lanza” para atacar a los demás tienes que dejar de lado para empezar la tarea de podar en tu propia vida? Jesús está pronto a venir, no quiere encontrarnos entre peleas y rivalidades, sino sembrando y podando, haciendo algo útil para que otros corazones se dobleguen ante la fuerza del amor, y colaboren en la edificación de un mundo mejor, de un mundo en paz. Nos viene bien la exhortación de Pablo, pues si no nos revestimos de Jesucristo, nos dejaremos arrastrar por nuestros apetitos desordenados perdiendo la oportunidad de contemplar la salvación de Dios que está por llegar. ¡Comenzó el adviento! ¡A despertar!
Ya es tiempo de disponernos a caminar a esa Jerusalén abierta para todos, como lo proclama con alegría el salmista: “Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor”.