La Santísima Trinidad es una fiesta transversal, que de una manera u otra está presente en todas nuestras celebraciones. Pero hoy queremos celebrar este misterio de manera específica, fijando nuestra mente y nuestro corazón no aisladamente en el Padre, en el Hijo o en el Espíritu sino en la comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu. La mirada no es puramente racional, nuestra mente nunca llegará a comprender el misterio, sino desde la simbología, el corazón y, sobre todo, la fe.
Dios es amor. El amor se manifiesta entre personas y por eso creemos firmemente en la fiesta que celebramos en el día de hoy: la Santísima Trinidad: “tres personas distintas en un solo Dios verdadero”. Este misterio desborda nuestra capacidad de comprensión pero la fe supone el encuentro con el ser que queremos y nada hay más sencillo y sublime, desde la perspectiva del entendimiento y el afecto humano, que sentir necesidad y creer en un Dios amor que se entrega por nosotros desde la acogida y el perdón. Gracias al amor infinito que Dios es en el Padre, Creador, Dios Hijo Salvador y Redentor, y Dios Espíritu Santo, Vivificador, nosotros hemos adquirido la dignidad de ser hijos del mismo Dios por el bautismo y hemos recibido la salvación que se va realizando en este mundo y que culmina con el encuentro, precisamente con Dios trinitario, en el abrazo y regazo de la eternidad. Todas estas gracias y dones las recordamos y advocamos en el Credo de la fe que, en entre otros momentos litúrgicos, proclamamos en la Eucaristía dominical y en las solemnidades festivas.
El evangelio de hoy nos recuerda que el Espíritu santo no solamente es amor derramado en nuestra vida sino también la Verdad plena. Él nos puede enseñar los misterios de Dios. El Espíritu Santo está en íntima conexión con el Padre y el Hijo, y todo ello desde la envoltura del amor.
El amor del Padre, la gracia del Hijo y la comunión del Espíritu Santo, como decimos en las palabras iniciales de la Eucaristía, configuran nuestra vida de cristianos y nos hacen sentir la presencia de un Dios cercano y amoroso que envuelve y transforma nuestra vida.
La fiesta de la Trinidad nos recuerda que todo amor verdadero, por humilde y pequeño que sea, tiene “sabor de Dios” y, por lo tanto, el amor matrimonial y todas las formas de vivenciar nuestras relaciones interpersonales, cuando están basadas en la comprensión, aceptación y tolerancia, son manifestaciones y prolongaciones del amor trinitario en el mundo en que vivimos.