50 AÑOS DE VIDA SACERDOTAL Y MISIONERA – X

X

Mi ordenación sacerdotal

Te ensalzaré Dios mío, mi Rey,

Día tras día, te bendeciré por siempre jamás,

Y alabaré tu nombre por siempre (Salmo 144)

Primera misa en Madrid. 15 setiembre

Era tradición entre los Padres Paúles desde la década de los treinta, que los seminaristas que terminaban el tercer año de teología, si tenían la edad y con dispensa de la Santa Sede, recibían las sagradas órdenes. Luego en Londres, terminaban los estudios del cuarto curso y se ganaban el pan de cada día, ayudando en las misas dominicales a los sacerdotes y a los religiosos. Al mismo tiempo se iniciaban en la lengua inglesa, que algunos necesitarían en sus destinos a ultramar.

          De la promoción éramos diecinueve. Cuatro, que estudiaban en Norte América, camino de Filipinas, se ordenaron el 53. Tres, que no tenían la edad requerida, igualmente se ordenaron más tarde. Quedamos doce, a los que se unieron tres más del año anterior, siendo en total quince los que recibimos las órdenes sagradas el 14 de setiembre del 52. De los diecinueve que recibimos el sacerdocio, siete volaron al cielo y doce seguimos peregrinando, mientras nos disponemos a celebrar y agradecer a Dios los cincuenta años de nuestra perseverancia. Entre los fallecidos, tres abandonaron el ministerio, tomaron el estado laical, formaron una familia y murieron santamente. Entre los que vivimos, once permanecemos sacerdotes y uno que tomó el estado laical, sigue firme en su fe y unido con una amistad especial a sus hermanos vicentinos. ¡Gracias, Señor, por los que llamaste a la misión del cielo y gracias por los que seguimos a tu lado en la tierra!

          Mons. Emilio Lissón, el Obispo consagrante, pasó el mes de agosto con nosotros. En este mes recibimos todas las órdenes menores, hasta el diaconado. Al mismo tiempo nos ejercitábamos en las ceremonias de la misa, con las “misas secas” (así las llamábamos), que repetíamos una y otra vez, para que a la hora de la verdad salieran bien todas las ceremonias, cuidando la piedad y dejando a un lado nuestro nerviosismo.  Aprovechamos la ocasión para sacarnos algunas fotos con los ornamentos sagrados, que enviamos con nuestras cartas a los familiares y amigos. Los últimos días, previos al doce de setiembre en que viajamos a Madrid, tuvimos los santos ejercicios espirituales. Nos lo dio el P. Gerardo Leoz, uno de nuestros profesores, hombre de una gran piedad y vida austera. En una de sus charlas nos dejó temblando: “estoy seguro, lo veo en la presencia de Dios, que algunos de ustedes abandonarán el ministerio”. Fue una profecía.

          Y llegó la hora de la verdad, así lo tenía establecido los designios amorosos de Dios. La Basílica de la Milagrosa estaba intensamente iluminada, parecía pequeña ante tanta concurrencia. Entre los familiares de la mayor parte de los ordenandos, lucían las tocas blancas de centenares de Hijas de la Caridad. ¡Cómo se iban a perder este encuentro con  sus nuevos hermanos sacerdotes! Fiesta de la Exaltación de La Santa Cruz, catorce de setiembre, los quince ordenandos entrábamos al altar. En aquellos momentos sonaron las primeras notas del órgano artísticamente movidas por las manos angelicales del P. Alcacer. Uno de los compañeros prorrumpió en sollozos y lágrimas y todos nos contagiamos, y le ofrecimos como primera ofrenda nuestras lágrimas al Señor, que nos llamaba a participar de su sacerdocio eterno, convirtiéndonos en “dispensadores de los misterios divinos y colaboradores de su obra redentora”.

P. Diosdado

          Tal vez los momentos más solemnes, junto con la imposición de manos y la sagrada unción, fueron aquellos en que el Obispo, dirigiéndose a los neo sacerdotes, con el ritual en sus manos, dijo: “Comprended lo que vais a hacer, tratad de ser siempre fieles a vuestro sagrado compromiso, para que al celebrar el misterio de la muerte del Señor os encontréis con vuestros miembros limpios de todos los vicios y concupiscencias; que  vuestra palabra sea medicina espiritual para el pueblo de Dios; y vuestra vida, el perfume preferido de la iglesia de Cristo, para que, con la predicación y con el ejemplo, edifiquéis la casa que es la familia de Dios”.

          Imagínense ahora lo que fue el final de la ceremonia: el besa manos, los abrazos y lágrimas de los familiares. Yo me escapé rápido, acompañado del P. Diosdado, para poner un cable con mi primera bendición sacerdotal a mis seres queridos de Canarias. No los tenía a mi lado, pero igual me sentía feliz. Los veía representados en el P. Diosdado, que me acompañó al día siguiente en mi primera Misa y no me dejó ni a sol ni a sombra, hasta que al anochecer subí con mis compañeros al tren camino de París. A la capital de Francia llegamos a las primeras horas de la mañana. Unos celebraron su segunda Misa en el altar de las reliquias de san Vicente, otro grupo escogimos el altar de las apariciones de la Virgen Milagrosa a santa Catalina Labouré. Fueron momentos de mucho recogimiento. ¡Concédenos, Virgen Milagrosa, la perseverancia  en nuestra vida sacerdotal y misionera, acompáñanos siempre con tu Divino Hijo Jesús! Después del desayuno-almuerzo nos dirigimos al canal de La Mancha, para trasladarnos en un lindo paseo por el mar, que no veía ni respiraba su saludable aire hacía diez años. Al anochecer llegamos a Londres.              

“Pero tú, Señor, Dios clemente y misericordioso,

Lento a la cólera, rico en piedad y leal, mírame

Ten compasión de mí”. (Salmo 85)

Mi primera Misa, fiesta de la Virgen Dolorosa
Día 15 de setiembre de 1952

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