Hablar de la eucaristía es hablar del misterio más grande de nuestra fe. Es hablar del don más maravilloso que se nos haya podido dar. Hablar de la eucaristía en sí, es hablar de Jesús mismo, nuestro Dios hecho carne que no ha querido irse para siempre, sino que por el contrario ha querido quedarse con nosotros para seguir siendo el pan único y partido que se reparte y comparte.
Este Jesús, del cual todos ya conocemos, no es sino un milagro de amor para nosotros. Este pequeñito que nacido en el seno de una familia pobre y humilde crece en estatura, en sabiduría y en gracia (Lc. 2,52) y que luego de reconocer plenamente su misión, inicia un camino en el que el amor y el dolor se van entrelazando hasta dar forma al único e incomparable Sacrificio en la cruz.
Este único sacrificio se ve ya vislumbrado el día del jueves santo, día en que Cristo, presintiendo ya el momento culmen de su vida terrena, decide hacer algo inimaginable, algo desconcertante y hasta incomprendido. Decide quedarse de una vez para siempre bajo las especies del pan y del vino. Sí, en estos pequeños e insignificantes dones Jesús se queda con nosotros. Tomen y coman, esto es mi cuerpo, tomen y beban esta es mi sangre… con estas palabras nos hace el regalo más grande de toda nuestra historia: la eucaristía.
“Nuestro salvador, en la última cena, la noche en que fue entregado, instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y su sangre para perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz…” (SC 47).