Queridos hermanos:

Estando ya cercano el comienzo por la Pascua y, por tanto, el fin de este tiempo en el que se nos ha invitado insistentemente a la conversión, la Iglesia nos propone reflexionar en torno a una frase de Jesús que resulta apropiada para este contexto: “Anda y en adelante no vuelvas a pecar”. En realidad, esta frase, este evangelio, este mensaje, podrían resumir el objetivo de la cuaresma: dejar atrás todo aquello que en nuestra vida nos aparta de Dios y comenzar la Pascua como quien se levanta después de estar a punto de morir apedreado. Podríamos encontrar esta intención si miramos detenidamente el evangelio de este domingo.

La mujer de la que se habla en este texto fue sorprendida en adulterio. Todos la vieron. Su pecado fue público. Más bajo no pudo caer: pecadora, reconocida como tal, humillada. Y por su pecado, según la Ley, merecía morir lapidada. Ella sabía de antemano las consecuencias de su pecado, por tanto no podía defenderse. Estaba completamente indefensa frente a los que le acusaban. Y los que le acusaban no estaban siendo injustos, solo cumplían estrictamente con lo que mandaba la Ley. El pecado, pues, no solo estaba humillando a la mujer, sino que también la estaba conduciendo irremediablemente a la muerte. Y hubiese muerto, ciertamente, si no se aparecía en escena Jesús con un punto de vista distinto al de los acusadores: con el punto de vista de la misericordia.

El punto de vista de Jesús sobre la situación de la mujer era distinto. Él no la acusaba, él no apelaba a lo que decía la Ley. Es más, a Jesús poco le importó el pecado de la mujer. Mientras los demás la acusaban ya con la piedra de lapidación en la mano, él solo escribía en el piso, sin interesarse por lo que le decían, como dando a entender que lo que la mujer había hecho pasaba en ese momento a un segundo plano. Solo la mira, sin reproches, con cariño, y le tiende la mano. ¿Qué es lo que verdaderamente le importaba a Jesús? Lo sabemos por lo que le dice a la mujer: “Yo no te condeno. Anda y en adelante no vuelvas a pecar”. Este es el principal interés de Jesús, este es su punto de vista, esta es la misericordia: el pecado ignorado, la mirada cariñosa y la invitación a ser mejor que antes. Gracias a la mirada misericordiosa que Jesús le lanzó, esa mujer nunca más volvió a ser la misma. Haciéndole caso, nunca más volvió a ese pecado. Empezó la Pascua para ella.

Todos tenemos que ser conscientes de esto: como en el caso de la mujer, si nos mantenemos en el pecado, este puede conducirnos a situaciones trágicas en nuestra vida, e incluso a la muerte: el pecado humilla, denigra, mata. Sin embargo, la misericordia lo soluciona todo. A Jesús no le interesa el pecado, ni su tamaño, ni su proporción. Una vez que se reconoce el error y se pide perdón, lo que se haya hecho ya no importa: el pecado queda borrado, queda aniquilado por la misericordia. Lo que verdaderamente interesa es la intención de no volverlo a hacer. Este es, precisamente el fruto que se espera de quien recibe misericordia: el paso de la muerte a la vida, el paso del pecado a la gracia, el paso de la cuaresma a la Pascua. “Vete en paz y en adelante no vuelvas a pecar” debe ser el lema de los que quieren iniciar una vida nueva. En realidad, no se podría celebrar correctamente la Pascua sin el propósito de “no volver a pecar”.

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