DIOS ASCIENDE ENTRE ACLAMACIONES

La tradición apostólica ha recogido a modo de narración la vuelta de Jesús al Padre mediante una ascensión súbita al cielo y que encontramos en los relatos evangélicos con lo que se cierran las llamadas apariciones del Resucitado. Lucas (o quien haya sido), de modo particular, no solo lo ha recogido para concluir su evangelio, sino que ha querido colocarlo también al comienzo de su siguiente obra, los Hechos de los apóstoles. De esta forma, se abre una nueva etapa en la historia de la salvación, la de la acción del Espíritu Santo acompañando a los seguidores de Jesús, y lo ha retratado así: a modo de una despedida de sus discípulos con el aliciente de una promesa, el bautismo con el Espíritu Santo. La tensión entre el deseo de un pronto regreso y la necesaria salida en misión para comunicar que Cristo ha salvado ya a la humanidad, se teje en el último episodio de la vida terrenal de Jesús con la intervención de los “dos hombres de blanco” que confrontan la quietud de los discípulos. La vida del testigo de Cristo Resucitado debe transcurrir con los pies aquí en la tierra, pero con la mirada siempre puesta en el cielo. El vendrá, no sabemos cuándo ni sabremos si estaremos vivos para entonces, solo sabemos que hemos guardado en nuestro corazón una impronta: todo ser humano debe enterarse de que tiene un salvador. Es probable que la comunidad a la que se dirige el autor de este texto necesitase tomar conciencia de que el regreso del Señor no iba a ser de modo inminente, iba a demorar, y por ello la insistencia de presentar una comunidad en estado de misión constante, y es lo que intenta reflejar el libro de los Hechos de los apóstoles.

Sintonizando con este pensamiento, la tradición paulina apela a que los creyentes invoquen al Espíritu para que puedan discernir la extraordinaria obra salvífica de Cristo, cabeza de la Iglesia e imagen viva del amor de Dios a la humanidad. Dios ha cumplido su promesa constituyendo a Cristo en el Señor de la historia, no habiendo ningún ser por encima de él. Esto nos debe llevar a una reflexión profunda pues como en aquellos tiempos en que la gente, sobre todo, en el ámbito pagano, buscaba otras alternativas de “salvación” (religiones mistéricas, ritos paganos), hoy muchos que dicen ser cristianos, se aferran a la “suerte”, al “destino”, a “la intervención de fuerzas ocultas”, “a las cartas”, a “los oráculos y adivinaciones” cayendo en una auténtica idolatría o una despersonalización espiritual. ¿Dónde está la confianza en Dios? Pareciera que de verdad se haya ido para siempre y necesitamos de otras instancias ajenas a la fe en la cual apoyarnos.

Quizá por ello Mateo, habiendo retratado también este episodio al final de su evangelio, revela que algunos todavía dudaban. Pero la impronta de la misión está más que clara y definida. No se nos pide, se nos ordena ir por todo el mundo y anunciar la buena nueva a toda carne. Pero atención, no estamos solos en esta tarea: él está con nosotros todos los días hasta el final de los tiempos. Por tanto, generación tras generación, la voz de los predicadores no descansará jamás, la caridad de los creyentes no cesará nunca. Estamos llamados a ser comunicadores del amor, de la verdad y de la esperanza. Nuestro mundo golpeado, magullado,

herido necesita ser sanado, atendido y amado. Los oídos de los hombres necesitan escuchar palabras de esperanza, unidas a palabras que comuniquen verdad y justicia. No estamos llamados a convencer por el miedo que Dios nos ama, no lo creo así; sino por nuestra vocación feliz, nuestra coherencia en el actuar y nuestra confianza de levantarnos por la misericordia de Dios. Ahora pues, entendemos muy bien que no es que Jesús haya subido al “cielo” como espacio físico, sino vuelve al Padre victorioso para abrirnos la puerta del cielo, entrando él como el Hijo de Dios encarnado, muerto y resucitado, y entrado en esperanza con él, quien es exaltado a la derecha de Dios.

El salmista en este himno que recoge el Salmo 46, canta la gloria del Altísimo que no se ha quedado en su trono celestial, sino que baja constantemente a la tierra para llevar de la mano a sus hijos a su santa morada, su presencia. Así, Dios asciende entre aclamaciones, pero espera que esas voces no se callen nunca hasta su vuelta. Nos toca proclamarlo vivamente. Es tiempo de disponernos a la acción del Espíritu, es tiempo de preparar nuestros instrumentos, pues ya está pronta a surgir la mejor melodía de la historia, la que se toca con maestría, pues se sigue al mejor director de orquesta: el Espíritu de la Verdad.

Leave Comment