En el transcurso del Año Litúrgico, que concluimos en el día de hoy con la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, la liturgia de la Palabra, y más concretamente el evangelio, nos ha presentado el significado, objetivos y consecuencias de la instauración del reino de Dios en el mundo, eje central de la predicación del Señor. Las parábolas, de forma profunda y sencilla, y otros signos de Jesucristo nos invitaban a plasmar en nuestra vida ordinaria la justicia, la paz y, sobre todo el amor, para que el Reino de Dios se concretara en este mundo como proceso de seguimiento al Señor que culmina en la eternidad.
En todo reino debe existir un rey. Hoy la Iglesia nos presenta a Jesús, como Rey del Universo con unas connotaciones y características propias que, aunque insertado en este mundo y siendo su reinado para nosotros hoy, difiere mucho del estilo “del reino de los hombres”. Jesús podía haber optado por nacer en palacio lujoso, entre esplendores y éxitos y terminar su vida con grandes manifestaciones de homenajes y aplausos. Sin embargo hizo todo lo contrario asumiendo su condición de Hijo de Dios; nació de modo humilde y desconocido por obra y gracia del Espíritu Santo y en el seno de María Virgen, joven doncella humilde y sencilla de Nazaret. Vivió moderada y pobremente, preparándose para lo que Dios le había elegido: anunciar el Reino a los hombres. Fue incomprendido y rechazado y murió crucificado y abandonado. Eligió por cetro una caña, por corona unas espinas que le mortificaban y por trono la propia cruz. Asumiendo la condición humana, pero siendo a la vez el Hijo de Dios, hoy la Iglesia manifiesta que Jesús es el Señor, que ha resucitado, que vive entre nosotros y nos llama pera seguir anunciando su Reino de amor y de paz.
El evangelio de Juan nos describe el momento en que Jesús se encuentra ya en el inicio de su pasión y es presentado ante Pilatos. Jesús se define como Rey pero no con las características peculiares de este mundo sino con las aplicaciones propias de un rey que se rige por la verdad, la pobreza y el sufrimiento asumido por amor como causa de redención y de salvación. Jesús reafirma su autoridad soberana en el Reino de la Verdad que no se impone por la fuerza, sino por la convicción personal, el testimonio de vida y el servicio de una vida entregada por amor. Jesús no tiene súbditos ni siervos sino seguidores convencidos de la causa de la fe y de la coherencia de sus palabras que lo acompañan para continuar en este mundo el estilo de reinado que quiere implantar en la tierra.
El Reino de Dios es tarea y misión. Jesús está en medio del mundo y nos invita a testimoniar los valores de su Reino para hacer presencia de su amor en el ambiente donde vivimos y anticipar su morada definitiva en nuestras propias realidades diarias. Si somos capaces de vivir en justicia, paz y amor el Reino de Dios ha llegado a nosotros.