En el evangelio de este domingo (Mt. 1, 18-24) adquieren protagonismo María y José. Ellos reciben al Señor en actitud acogedora y nos lo ofrecen como “Dios con nosotros”. María, desde el misterio de la Anunciación, acepta con fidelidad la misión que Dios le tiene encomendada: ser la Madre del Salvador. No le resultó fácil asumir este compromiso por la responsabilidad que exigía, porque no se sentía segura, por el riesgo de cambiar su vida tan radicalmente y por los temores que surgieron ante ese compromiso tan difícil de llevarlo a cabo. Cuando Dios le asegura su compañía, sus temores desaparecen y su inseguridad se transforma en una confianza infinita.
José es justo. Camina por la ley del Señor. Cuando descubre que María está encinta no comprende cómo es posible. José poco a poco va aceptando el misterio de María pero no le resultó fácil, como a María, comprender y acoger los caminos de Dios. José es un hombre dispuesto a escuchar y acoger la voluntad de Dios en su vida y asume con responsabilidad y entrega lo que Dios le ha encomendado.
María y José se sienten llamados por Dios para hacer posible el misterio de la encarnación, la presencia de Dios en el mundo, Dios se hace hombre para que adquiramos la dignidad de ser sus hijos.
Aquí está la raíz de nuestra esperanza y de nuestro esfuerzo por mejorar el mundo, a pesar de los signos de desesperanza y de los retos y problemas que con frecuencia nos desbordan: Dios está con nosotros, su Espíritu nos sostiene y es Espíritu de consuelo y fortaleza.
Los buenos deseos de estos días de Navidad se cimientan en la raíz del Dios amor, presencia gozosa de su encarnación en nuestro propio mundo. Si lo entendemos así, la Navidad no es solamente un paréntesis de sonrisas en medio de la monotonía, tensiones y dificultades del año sino que, desde la presencia del Niño Dios en nuestro corazón, es una llamada intensa a irradiar el amor y la paz, los valores del Reino, en las situaciones y experiencias de nuestra vida.