¿DEJARÉ QUE DIOS ME CAMBIE? CONVERSIÓN, TAREA DE SIEMPRE
Juan, una vez se encontró con un amigo después de muchos, muchos años. Este amigo, a quien llamaremos Santiago le hace la pregunta a Juan que ha marcado su vida: “Oye Juan, por fin ¿pudiste cambiar tu vida? ¿Dejaste que Dios ingrese en tu corazón?” Santiago encontró, por enésima vez la misma respuesta: “yo soy así y a mí nadie me va a cambiar”, “así soy y así moriré”.
¿Sabes querido hermano y hermana en la fe por qué el mundo está como está? Porque todavía no termina de convencerse de que su vida no tiene que ser siempre la misma, que necesitamos caminar siempre para adelante y nunca para atrás, necesitamos crecer y nunca disminuir.
Adviento, decíamos la anterior semana, que es un tiempo para detenernos delante de Dios y preguntarnos: ¿cómo vamos caminando? ¿Hacia dónde queremos llegar con nuestra actitud? ¿Podemos ser vigilantes? ¿Podemos esperar a Dios con alegre y firme esperanza?
Isaías pone un grito lleno de esperanza: “que los valles se levanten, que lo torcido se enderece, y lo escabroso se iguale” (Is.40,1-5, 9-11). Estamos en tiempos difíciles, donde una vez más se constata que Dios es el “eterno ausente” en el diario vivir. Adviento es un tiempo para que lo que está mal empiece a ser mejor. Si estuve en las tinieblas, me acerco a la luz, si reemplacé a Dios por juegos de azar o brujería o alcohol o drogas, entonces renuncio a todo ello y afirmo mi fe; si no fui testimonio para otros, entonces me comprometo a ser luz para los demás, si destruí o confundí la fe de otros, pues pido perdón a esas personas y me comprometo a vivir coherentemente mi fe; si odié a quien tenía que amar más, pues pido perdón y me reconcilio; si viví todo el tiempo en la mentira, hoy empieza a vivir en y desde la verdad; etc. Y según el profeta Isaías hay una razón para tomar esa actitud de enderezar lo que no está derecho: “Se revelará la gloria de Dios”, “el Señor Dios llega con poder”. No sólo esto es una motivación para convertirnos, sino que también un compromiso misionero para gritarle a todo el mundo: Ya viene Dios para transformar este mundo, y necesita de todos.
¿Puedo gritarle a Dios como lo hizo el salmista: “Muéstranos, Señor tu misericordia, y danos tu salvación” (Salmo 84)?
¿Sabes que Dios jamás quiere que perezcamos? ¿Sabes que Dios sigue interesándose por ti, por mí y todos los tuyos? Escucha a San Pedro: “Lo que ocurre es que tiene mucha paciencia con ustedes, porque no quiere que nadie perezca, sino que todos se conviertan” (2Pd.3,8-14). Te has puesto a pensar: si Dios viene en este instante, ¿qué cuentas le puedo dar?, ¿qué puedo decirle?, ¿cómo nos puede encontrar el Señor cuando venga? Nadie tiene la vida comprada. Hay una recomendación del apóstol: “mientras esperan estos acontecimientos, procuren que Dios los encuentre en paz con él”.
San Juan Bautista surge, como uno de los personajes de este tiempo de adviento. Él trae una invitación que debe convertirse en una exigencia permanente: “Una voz grita en el desierto: preparen el camino del Señor allanen sus senderos” (cf.Mc.1,1-8). Una de las características de la espiritualidad de San Juan Bautista era: el de invitar siempre a todos a la conversión, y él mismo se ponía como ejemplo de que sí es posible la conversión. El bautista, reconoce que Jesús es la única autoridad en su vida y tiene que ser la única autoridad en la vida de los demás: “Yo les he bautizado con agua, pero él les bautizará con Espíritu Santo”.
Conversión es un cambio profundo, radical y permanente de nuestra vida. Y esto es posible con la gracia de Dios, con Dios mismo. Es necesario: una apertura constante a él, una caridad fraterna con los demás, solidaridad para con los pobres, coherencia de vida, etc. Nos advertimos mutuamente de los peligros de toda conversión: la soberbia o testarudez, es la actitud de aquella persona que dice que no necesita corrección o conversión; la indiferencia, que me da todo igual, así me digan que cambie o no; hablar mal del otro, esto es como el pan de cada día, miro el defecto del otro y no mi propia miseria, uso igual mis labios para decir cosas malas (maldecir), en vez de lo contrario; dejarse influenciar negativamente, eso hace que mi vida esté al pendiente de cualquier ideología o filosofía que manipule mi fe, mi conciencia, mi vida misma; la falta de coherencia, de exigir a otros lo que no puedo vivir; etc.
¿Dejaré que Dios me cambie? ¿Seré humilde para que otros me corrijan y para reconocer que me equivoqué y que necesito de un cambio serio de mi vida?
Conversión, tarea de siempre. Con mi bendición.