La fiesta que celebramos en el día de hoy está cargada de simbolismo y compromiso. Cuando María y José suben a Jerusalén a presentar y a consagrar a su hijo primogénito no lo hacen solamente para salvar una tradición y cumplir una ley dentro de las obligaciones judías sino para ofrecerlo al Señor “como luz para alumbrar a las naciones y gloria de su pueblo, Israel” (Lc. 2, 32). Para Simeón, autor de esas palabras proféticas, el Niño es la presencia nueva y definitiva de Dios en medio de su pueblo. Se hace presente como Salvador, su nombre mismo lo indica, Jesús significa “Dios salva”.
La luz y la salvación que nos presenta el Señor no se impone ni se hereda, se acoge, se acepta y se responde con generosidad y valentía. El mismo Simeón nos dice que “será una bandera discutida” (Lc. 22, 34). La aprobación del mensaje universal del Señor, ya desde los orígenes y antes del inicio de la instauración del Reino en su edad adulta, no resultará fácil. Estará marcada por la indiferencia, la incomprensión y el rechazo pero no exenta también esa misma aprobación por la aceptación de sus seguidores que se convertirán en la verdadera luz que ilumine y transforme la sociedad.
Dejemos que la luz de la alegría y de la esperanza que irradia Cristo, según palabras del Papa Francisco, nos invada a todos. En ciertos ambientes pesimistas, secularizantes, carentes de ideales y valores nobles, hoy la luz del Señor, su fuerza espiritual, nos atrae y contagia para proclamar la buena Nueva de su Evangelio. ¿Nos sentimos verdaderos cristianos de la luz o la oscuridad y las tinieblas disipan y envuelven nuestra mente y nuestro corazón? Buen momento para reconocer en nuestra vida la soberanía de Dios, la fidelidad en los compromisos adquiridos, la fuerza de la perseverancia para tomar en serio el sentirnos discípulos y misioneros del Señor.
Íntimamente unido al protagonismo de Jesús, María, humilde y sencilla, adquiere también en esta fiesta un significado especial. Ella, como su propio Hijo, se deja iluminar por la luz de Dios y la irradia a los hombres. Escucha con atención las palabras de Simeón, las acoge en su corazón y, por si ya no eran suficientes las exigencias adquiridas desde el mismo momento de la Anunciación, ahora vuelve a renovar el compromiso de acompañar al Señor desde la misma infancia hasta la cruz asumiendo las dificultades que su Hijo encontraría en el cumplimiento de la voluntad de Dios y colaborando con Él en la instauración del Reino de Dios.