Reine Jesús por siempre
Iba camino a Jerusalén, su corazón estaba tan feliz, que latía de amor redentor por todos. Y al entrar, humilde “montado en un asno” sólo se dejó conducir. Llevaron tantos y tantos mantos, de todo tipo (de gozo, de esperanza, de fe, de miedo, de tristeza, de amor, y también de olivos).
Cuando tú pasabas, muchos te miraban, ponían su confianza en ti, se acercaban a tocarte, habían escuchado hablar de ti, habían sido testigos de tu poder maravilloso, habían recibido muchas bendiciones, tu madre María siempre silenciosa y con sus ojos de paz y esperanza también se unía a esa procesión. En medio de esas alfombras, no hacían otra cosa que gritarte, alabarte, ensalzarte y te reconocieron rey. Qué gran título te mereces ¿Y sabes por qué? Tú mismo decías: “el que quiera ser el primero (el rey) que se haga el servidor (el último) de todos” (Mc.9,35). ¿Y sabes cómo vienes? Tu profeta Isaías lo dice: “para saber decir una palabra de aliento al abatido” (Is.50,4-7).
Cuando hablabas en las sinagogas, algunos no querían reconocerte, otros sin embargo no querían decir nada, en muchos casos estaban simplemente a la expectativa como diciendo “a ver qué pasa”, como para tener un sustento para acusarte de algo malo que nunca hiciste ni haces. Ibas a los descampados y dabas buenas nuevas (llenas de fe, esperanza y caridad), dabas de comer a tanta gente, bendecías a los niños, perdonaste a la pecadora, comiste con los que eran motivo de escándalo para otros aún a pesar del dedo acusador farisaico, pero a veces no querían entenderte, ni aceptarte.
Fuiste el que ofreciste la espalda, cuando te golpeaban, no te tapaste el rostro ante ultrajes ni salivazos, sólo mirabas con amor y por amor. Esa mirada que pusiste en tu madre cuando niño, esa mirada estaba en la mirada de tus verdugos que te gritaban: “¡Queremos que suelten a barrabás! ¡Crucifíquenlo, crucifíquenlo!” (cf.Mt.27,11-54); como también cuando Pilatos se lavó las manos sin querer saber nada de ti, como desentendiéndose de todos.
Ahora entendemos cómo tu apóstol San Pablo dice: “se rebajó hasta someterse incluso a la muerte y una muerte de cruz” (filp.2,6-11). Te mereces el título de Rey porque sirves. Cuando te contemplamos traspasado por la lanza del soldado, no podemos hacer otra cosa que arrodillarnos, porque ante tu nombre santo “toda rodilla se doble”. Lloramos, nos duele lo que te pasó, y lo que le pasa a tanta gente que sufre, pero nos consuela ver a tu madre tan silenciosa que, con su silencio nos dice: “estoy aquí con ustedes porque les amo”.
Reine Jesús por siempre y no el pecado, reine en la Iglesia, reine en el mundo, reine en los enfermos, reine en nosotros los sacerdotes, reine en los matrimonios y en las familias, reine en ti, en mí y en todos. Amén. ¿Dejas que Jesús sea tu Rey?
Con mi bendición.