Cristo ha resucitado. ¡Aleluya!
Llegar a este día después de haber metido profundamente la Pasión y Muerte del Señor sí que resulta reconfortante. Sin duda, todas estas liturgias vividas son la expresión de una vida compleja entre los vaivenes de los problemas y adversidades unidas a las alegría y festejos, y esto hace que de verdad que se hagan uno tanto el Misterio de la encarnación con el de la Salvación. Se nos ha comunicado una Buena Nueva, que Cristo ha vencido a la muerte, sí, aquel crucificado, aquel de quien pensamos no era el Enviado del Padre, aquel que nos pareció demasiado bueno para vivir entre los mortales, aquel que tomó el rostro de los marginados de todos los tiempos. ¡Cuánto cuesta ver más allá de lo que nuestros ojos quieren ver!
Pedro, renovado por la fuerza del Espíritu, hace un recuento sincero de lo sucedido y animado por haber sido testigo de la resurrección asume el liderazgo de la evangelización proclamando el perdón de los pecados por la fe en Cristo. De esta forma, la comunidad cristiana va entendiendo que sus aspiraciones siempre deben ser altas, pero cuidando de no ser desencarnadas.
Aspirar a los bienes de arriba no es desinteresarse de lo que vivimos a diario, no es solo preocuparnos de “mi vida espiritual”, sino de cómo esa disposición nos debe llevar a conducir a más hermanos a la convicción de haber sido salvados por medio de las obras que debemos manifestar al mundo. Por eso, es desde esta perspectiva que “hay que morir para el mundo”, para así resplandecer cuál resucitado a la vida plena.
Y esto está bien traducido en la manera cómo ambos discípulos del evangelio interpretan el signo de la tumba vacía y los lienzos con los que había sido cubierto el crucificado del viernes santo: o sigues buscando al muerto en la tumba de tus crisis y decepciones, o contemplas y crees que ha resucitado en la alegría de la comunidad que quiere ser testigo de esta verdad que el mundo necesita oír.
¡Cristo ha resucitado, pero debemos resucitar nosotros con él! La vida venció a la muerte, el bien destruyó al mal para siempre, la esperanza se convierte en el motor para continuar. El cambio que esperamos no empezará por el “otro” sino por uno mismo. Ya podemos cantar ¡Aleluya!, ya podemos empaparnos del agua de vida recordando nuestro bautismo, ya podemos avivar día a día la llama de la fe. ¡Feliz Pascua de Resurrección!