EXPERIMENTAR LA SALVACIÓN DE DIOS
Augusto era un joven de 25 años de edad, el segundo de cuatro hermanos. Tuvo la desdicha humana de que le empiece a temblar el cuerpo. Se hizo un chequeo médico y luego de esos análisis, los médicos le dijeron: “usted, joven Augusto, tiene unas complicaciones en su sangre, y eso es contagioso y, mucho cuidado, porque eso es mortal y no tiene cura. Debe guardar cuarentena estricta ya que puede contagiar a su propia familia. Luego veremos qué pasa con el tratamiento que empezaremos a partir de hoy”. Sus padres se acercan por la ventana de su cuarto, y viéndolo triste le preguntan: “¿deseas algo?”. A lo que él atinó en decir: “Sólo quiero que venga mi amigo cura a darme la unción de los enfermos, y aprovecharé en confesarme porque si dicen que me puedo morir, quiero estar preparado”. Así fue. Vino su amigo cura, le confesó, le dio la unción de los enfermos y la sagrada comunión. Pasaron tres días y no había mejoría en su salud. Pidió a su familia ser llevado al hospital para ver si le hacen un tratamiento más profesional. Lo internaron 15 días. En el penúltimo día, vino un médico especialista en ese tipo de enfermedades con el chequeo médico que trajo de fuera y el chequeo médico del hospital. Aquel médico se quedó de una sola pieza, y le dijo a su paciente: “Joven Augusto, no sé qué ha pasado, estoy consternado. Miro el resultado que se hizo fuera del hospital y el de este hospital. El primero dice positivo y el segundo negativo. Usted no tiene nada y es necesario que se vaya a casa ya que no tiene nada”. El joven sólo atinó en decir: “Gracias, Señor, porque Tú me acabas de dar el mejor regalo de mi vida, me salvaste”.
Muchos experimentamos, en estos tiempos, enfermedades del alma y del cuerpo. Nos cuestiona sobremanera el covid19. Experimentamos también el fruto del pecado, y el pecado mismo. Y la reacción puede ser, como la del joven Augusto, de desánimo, de miedo, en otros casos de impotencia, de falta de fe, de ganas de no vivir o de no hacer nada ni en casa ni fuera de ella, etc. Pero también experimentamos el fruto de la gracia, el paso amoroso de Dios por nuestra vida: una palabra de aliento, una conversión sincera, una jornada o retiro espiritual, una charla, un curso o taller de fe, una obra de amor y de promoción humana en bien de los pobres, una respuesta agradable que estaba esperando, etc. ¿Cómo estoy ahora delante de Dios?
Miremos el relato del evangelio de hoy (Mc.1,40-45). Pero es bueno recordar o saber que cada vez que alguien se encuentra con Jesús, algo especial sucede: una conversión, una sanación, una liberación, o el compromiso misionero de dar a conocer el amor de Dios a todos y de servirle de verdad. Jesús se encuentra con un leproso. Pero este, era declarado “impuro” (Lev.13,1-2,44-46). Nadie podía acercarse a Él, ya que no sólo se contagiaba físicamente, sino que esa persona se convertía en impura. Pero el leproso al ver a Jesús, hace lo imposible por estar cerca, no importando el dedo acusador farisaico y suplicándole de rodillas le dice: “Señor si quieres puedes limpiarme”. Hoy, ¿cuál es tu oración delante de Jesús? ¿Con qué lepra te acercas al maestro? Te recuerdo y nos recordamos todos que el deseo de Dios es salvarnos. El doblar las rodillas es señal de que estoy reconociendo quién manda en mi vida, quién es el que salva (Hch.2, 21; Filp.2, 10), quién es el que da sentido a mi vida, quién es el que me da el consuelo permanente (Jn.15, 5; Mt.11, 28-30). No puedo buscar salvación fuera de Jesús.
¿Dejo que la gracia de Dios actúe en mi vida? ¿De verdad me fío de Dios?
“Jesús compadecido, extendió la mano, lo tocó y dijo: quiero queda limpio”. Se dejó tocar por Jesús. A Jesús tampoco le importó el dedo acusador farisaico, sólo le importó hablar y actuar no sólo con poder, sino con corazón de Padre Misericordioso porque grande es su amor (Salmo 117). Eso a veces nos falta. Cuánta maldad en muchos corazones, cuánta lepra de la indiferencia, del dedo acusador, del miedo, del desánimo, de la manipulación de conciencias, del querer acallar la voz de Dios en la Iglesia y en los hombres y mujeres de buena voluntad, cuánta lepra del querer manipular la salud de los demás sin importar las consecuencias, etc. La palabra de Jesús tiene poder (Hb.4,12; Is.55,11) y a veces no queremos darnos cuenta, o no queremos aceptar esa realidad de fe; nos falta más fe (Mc.6,6), más humildad. Todo el actuar de Dios lo cuestionamos, lo rechazamos, “lo racionalizamos”, hay gente que le cuesta creer, como el médico de Augusto, que está siempre la mano de Dios para bendecirnos. ¿Encontrará Dios fe en nuestro mundo o no? (Lc.18,8).
“Tan pronto como se fue, comenzó a divulgar entusiasmado lo ocurrido”. No es suficiente haberse encontrado con Jesús, no es suficiente haber experimentado una sanación como el leproso o como Augusto el personaje de la historia. Es necesario, para que el mundo crea, hablar de Dios a los demás. La razón y la motivación es que: “no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído” (Hch.4,20). ¿Me puedo quedar callado ante tantas maravillas de Dios en mi vida, en nuestra vida?, ¿cuánta gente hay que necesita de Dios, de su amor y de su gracia? Mi encuentro con Dios, nuestro encuentro con Dios, supone una actitud misionera: de salir al encuentro de los demás y cantar libremente, como María Santísima las maravillas de Dios: “Porque ha hecho en mí cosas grandes el Poderoso” (Lc.1,49), pero también supone perseverar en el bien obrar y Dios cuenta con nosotros y nosotros con su gracia. Estamos llamados a extender el amor de Dios. Su reino debe darse a conocer, su amor y su salvación (Mt.28,16-20; Mc.15,16-20; Lc.4,18).
El mundo se está “quedando sin Dios”, “sin sacramentos”, “sin Fe”, “sin Iglesia”; y no nos terminamos de dar cuenta, nos están imponiendo un “nuevo orden mundial”, donde Dios no cuente para nada. Hay mucha confusión en la fe, mucha división, mucho se manipula la vida y la conciencia de los demás, y por eso urge la necesidad de aferrarnos a Jesús, confirmar nuestra fe única en “un solo Dios, una fe, un Bautismo” (Ef.4,4-6); de confirmar nuestra fe recibida de los Apóstoles (1Cor.15,3ss). Todas esas son lepras muy grandes. Mientras nos acerquemos a Dios, y abramos nuestro corazón a Él, y nos dejemos tocar por su gracia, todo tipo de lepra se va de nuestra vida.
Dios nos quiere salvar a todos por su infinita misericordia. Con mi bendición