SE NECESITA PREDICADORES Y PESCADORES DE HOMBRES
Hubo una vez en un salón grande una jornada para reflexionar sobre la realidad que está viviendo el mundo de hoy: falta de fe, de puesta en práctica de los valores, atentados contra los niños que están por nacer, pobreza y miseria en muchas partes del mundo, la corrupción política en varios países, el debilitamiento de la creación, aumento de las agrupaciones no católicas que confunden a la gente sencilla, etc., pero cada vez que el conferencista hablaba de estas realidades, terminaba diciendo: “pero se necesitan personas valientes para decirle sí a Jesús”, “el mundo necesita de hombres y mujeres santos capaces de hacer algo por este mundo en nombre de Dios”. La charla terminó con un momento mariano de dedicar ese encuentro y de consagrar la vida al Inmaculado Corazón de María. Cuando se terminó con ese acto de fe, muchos jóvenes y señoritas se iban acercando al pie de la Virgencita y de rodillas le dijeron: AYÚDANOS A SER SEGUIDORES DE TU AMADO JESÚS.
La visión que tiene Isaías de Dios es especial: “vi al Señor sentado sobre un trono alto y excelso: el borde de su manto llenaba el templo. Y vi serafines de pie junto a él” (Is.6,1-2ª.3-8). Reconoce el señorío de Dios, su autoridad y su poder: “la tierra está llena de su gloria”. Este señorío que Isaías reconoce de Dios, va de la mano del llamado fuerte que Dios mismo le hace para ser portador del fuego de Dios: “Llevaba en la mano una brasa, que había tomado del altar con unas tenazas; tocó con ella mi boca”.
El quiere seguir, servir, amar y proclamar el amor de Dios, debe reconocer que Dios es su Señor y su guía, que no se puede quedar callado ante tantas maravillas de Dios para proclamarlo a otros (cf.Hch.4,20). Pero nunca olvidar de la disponibilidad para todo aquello que Dios quiera hacer: “Aquí estoy, envíame”. El que es enviado, reconoce que Dios es su Señor, que recibe de Dios el fuego del Espíritu para proclamar buenas nuevas.
Pablo siente el llamado de Dios para proclamar que Cristo ha muerto por nuestros pecados, que ha resucitado, que ofrece gratuitamente su salvación: “lo primero que yo les trasmití, tal como lo había recibido fue: que Cristo murió por los pecados, que fue sepultado y que resucitó al tercer día” (1Cor.15,1-11). El que predica, no se predica a sí mismo, si no a Jesucristo, y este, muerto y resucitado.
¿Cuántos de nosotros hemos sido bautizados? Seguro que la mayoría, por no decir todos. Cuando a ti, a mí y a todos nos han bautizado, Dios nos ha regalado su Espíritu Santo, con muchos dones y carismas para glorificar su nombre.
El que predica, no lo hace por cuenta propia, lo hace en nombre de Dios dentro de la Iglesia, no al margen ni fuera de ella. Vemos a Jesús que predica desde “la barca”, y así “enseñaba a la gente” (Lc.5,1-11). Hablar y actuar de parte de Dios (cf.Col.3,17) siempre trae frutos de santidad. Jesús le reta a confiar a Simón: “Rema mar adentro y echen las redes para pescar”. En medio la noche de la desesperanza, en medio de la incertidumbre, y quizás hasta del miedo, Simón hace su acto de fe: “si tú lo dices, echaré las redes”. El ungido por el Espíritu, el predicador, se fía de Dios a pesar de las tormentas y dificultades. Gran tarea, en un mundo cada vez más relativista y que le da la espalda a Dios.
Hoy más que nunca se necesita predicadores y pescadores de hombres, que sin miedo alguno, sigan, sirvan, amen y proclamen a Dios de palabra y de obra: “y dejándolo todo, lo siguieron”.
¿Quieres ser tú de ese grupo?
Con mi bendición.