En el fragmento del evangelio del V domingo de Cuaresma Juan nos presenta a Jesús llegándole “la Hora”, el momento definitivo, cuando ingresa a Jerusalén y el “grano de trigo debe morir” (Jn. 12,24) para desparramar su fruto a todo el mundo. Morir no es sólo caer en tierra y pudrirse sino multiplicarse en un fruto mayor. La “Hora de Jesús” es el momento elegido por Dios para revelar a los hombres el resplandor eterno de su Hijo.
Jesús, ante la proximidad de su Pasión, nos indica por medio de sus discípulos que su vida no ha sido ni es un camino de rosas sino una aceptación incondicional de la cruz asumida por amor. ¿Cómo pudo si no asumir tanta incomprensión y rechazo? Si como Cristo y en Él, los cristianos supiésemos asumir con generosidad los abandonos, las penas, los fracasos, los sufrimientos de nuestras propias limitaciones, las enfermedades y la muerte misma, veríamos florecer a nuestro alrededor una luz, una esperanza y una vida sin término. Sin embargo, nos ocurre con frecuencia que el dolor nos abruma y no lo interpretamos a la luz de la esperanza y de la aceptación de nuestras propias limitaciones. Entonces nuestra vida se convierte en un vacío interior y en una rebeldía. Por el contrario, cuando vemos experiencias de “aprender, sufriendo, a obedecer” (Hb. 5,8) y se acepta el dolor como algo inherente a la propia naturaleza humana sin resignación pasiva, pero con esperanza firme; cuando las cruces de cada día no son síntomas de desesperación y derrota sino pruebas y posibilidades para revitalizar nuestra atonía y apatía; cuando el eco del mensaje de Jesús no es una teoría pesada sino una fuerza que nos libera “en espíritu y en verdad” (Jn. 4,24) entonces descubriremos que de la muerte brota la vida y de la cruz nace la salvación.
Culminándose ya poco a poco la Cuaresma, tiempo de preparación en conversión y purificación hacia la celebración de la Pascua del Señor, Jesús nos habla de entregar la vida Solamente una vida entregada por amor fructifica y tiene sentido auténtico. La dinámica de la vida es amar. El que más ama más vive y nunca muere, aunque en muchas ocasiones el mundo nos oriente por otro camino. No es el triunfo, el éxito o la fama la garantía de una vida plena sino el amor entregado como donación para que, transformado en tierra, dé fruto abundante.