La vida que vence a la muerte
Nos encontramos ante una gran paradoja: hemos afrontado años en que la maldad del hombre llevó a convertir en una costumbre el quitar la vida al otro por medio de guerras, asesinatos, corrupción, abortos, indiferencia social, que muchos afirmaban de que se estaba perdiendo en la humanidad el temor a la muerte pues la cadena de maldad no acaba con la muerte de la víctima, pero llegan acontecimientos en que la naturaleza arremete o una epidemia se erige rompiendo fronteras y provoca una reacción tan humana como es el temor justamente a la enfermedad, a soportar una catástrofe y a la muerte misma. ¿Por qué tenemos que esperar a que nos pase algo así para reaccionar? Y, por supuesto, en muchos pareciera que la culpa de todo esto la tiene Dios. Hay una muerte natural a la cual todos en algún momento tendremos que enfrontar, algunas veces conscientemente y, otras tantas, llegará por sorpresa, pero inevitablemente llegará. Pero hay una muerte, desde la fe cristiana, que a nadie se le desea, pero surge como una posibilidad abierta y efectiva: la muerte eterna. Quienes creemos en la palabra de Jesús, el Hijo de Dios, que nos habló de la salvación y, por ende, también de la condenación, esta “segunda muerte”, como la llama el Apocalipsis, es la que deberíamos temer de verdad. Ahora bien, los que nos acogemos a la fe en Cristo, Señor de la vida, e intentamos a pesar de nuestras equivocaciones obrar rectamente con todos, no deberíamos temerla, porque confiamos en el amor infinito de Dios, el cual ha derrotado las cadenas de la muerte, de la muerte eterna. La visión de Ezequiel, retrata la catástrofe sufrida por el reino de Judá. La mirada de los exiliados a la Jerusalén destruida, es una contemplación de desesperanza, de frustración, pues muchos de sus hermanos habían muerto y sus hogares destruidos. Dios le revela al profeta una visión extraordinaria: aquellos cautivos se encuentran como muertos enterrados en sepulcros profundos a los que la voz de Dios los levantará anunciándoles una nueva oportunidad para vivir al volver a su tierra. Es un cántico profético a una nueva alianza que Dios hace con su pueblo a pesar de sus infidelidades. La promesa del Espíritu de Dios que infunde una nueva vida queda confirmada por la palabra profética y será la vuelta del exilio la que la constate. Hoy escuchamos a muchos hermanos nuestros que lo han perdido todo y se aferran a continuar sobreponiéndose al dolor y a la angustia. No tiran la toalla a pesar de que están rodeados de destrucción y muerte. ¡Hay que proseguir!
El salmo 130 (129) es una súplica individual que refleja una experiencia profunda de arrepentimiento y a su vez de reconocimiento de la misericordia de Dios. Es, sin duda, un salmo penitencial que retrata el conflicto interior del ser humano arrepentido y que busca decididamente el amparo del abrazo del perdón de Dios.
Para Pablo, la salvación no es algo que solo se verá en el futuro, es una realidad que el cristiano debe demostrar ya en el presente. La fuerza del Espíritu que ha recibido en el bautismo le hace apartarse de las obras de la carne (el sentido de esta última palabra es “todo lo que se opone a Dios”, no solo los pecados referidos a lo sexual, como muchos piensan) y esto le convierte en un renacido. Esa potencia del Espíritu concede al hombre no solo la vida natural sino también la sobrenatural. Por tanto, nos hallamos vinculados a Cristo en su muerte y en su resurrección. Así, la exhortación es clara: vivamos según el Espíritu y daremos testimonio de esa vida plena, que llegará al terminar nuestros días aquí en la tierra, pero que está ya latente en el presente de nuestra historia,
El evangelio de Juan nos presenta en esta narración de la resurrección de Lázaro, el último signo: la vida que vence a la muerte. Aunque, pareciera que todo girara a partir de la muerte del amigo de Jesús, la insistencia de la narración no está en fijar la atención en Lázaro sino en quien concede la vida perdurable: Jesús. El tránsito de la enfermedad de Lázaro hasta su muerte abre un cuestionamiento propio: ¿por qué no lo ayudó cuando estaba enfermo? El desenlace de su muerte provoca más contrariedad. Todos se ven conmovidos por el que ha muerto: sus discípulos, la gente, Marta y María, los enemigos de Jesús; pero a todos Jesús les habla de su poder para dar vida, desde su respuesta a sus discípulos en el comienzo del relato hasta el final del mismo. Obviamente, que el texto es un buen fundamento de la certeza de la vida eterna en Cristo Jesús, pero también el evangelio quiere refrendar que es preciso “estar vivos en esta vida”. No es una redundancia sin sentido lo que he expresado. Y aquí, enlazo con lo que he dicho al comienzo. Hay muchos que dicen que viven, pero en realidad están muertos, han perdido el sentido de vivir, y eso les llevará a esa puerta ancha que es la perdición eterna. Pero Dios no quiere eso, de eso debemos estar seguros, Dios no condena a nadie, por eso decidió vencer a la muerte. También a ellos el Señor les invita a renunciar a la muerte y a su soberanía, porque no “quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva”. Para esto ha venido Jesús, para dar vida y vida en abundancia: “Yo soy la resurrección y la vida, el que creen en mí, aunque haya muerto vivirá, y el que está vivo y cree en mí no morirá para siempre”. Atiendan lo que dice, la realidad de la muerte tiene que venir de todas formas por ser finitos, pero, aunque lo creamos muerto, ¡vive en el amor de Dios! Por tanto, Jesús no solo habla del futuro promisorio que nos espera sino del presente, que exige estar vivos para los hermanos, vivos para el mundo. Estamos ya en el anticipo de entrar a la Semana Santa, y Cristo se ha revelado como la Vida Plena en este domingo, ¡acógela ya! ¡Deja las ataduras del pecado! ¡Sal fuera, y vive!