El evangelio del domingo de hoy, acercándose ya la culminación del Año Litúrgico, hace alusión a las últimas palabras del credo de nuestra fe que recitamos en la Eucaristía: “creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna”. Con fe humilde pero firme los cristianos proclamamos que Jesucristo, a partir de su propia experiencia de su resurrección y ascensión a los cielos, es el destino último del mundo y de la humanidad. Nuestra vida no termina en un vacío inútil sino en el abrazo del Señor de la ternura y de la misericordia en el cielo. Conviene, entonces, adoptar una actitud permanente de esperanza y de confianza en el Señor. Esta esperanza, sin embargo, no es un alarde futurista para estar con los brazos cruzados sino, por el contario, debemos construirla en nuestro diario caminar, en el presente. La construcción del Reino nos corresponde a cada uno porque el final está ya aquí y ahora, en el cielo seremos una prolongación de nuestra propia consecuencia en esta vida. No hay otra cosa que esperar que la culminación de lo que hemos comenzado a vivir. Lo que interesa es vivir a plenitud desde la fraternidad y el amor, trabajar para hacer el mundo más humano a los ojos de Dios y, de esta forma, adelantamos la plenitud del Reino en nuestro propio presente. No podemos hacer un puente de separación entre nuestra vivencia aquí y nuestro encuentro con Dios. Salvando la infinita misericordia de Dios, que nunca podremos medir, cosecharemos lo que sembremos.
Lejos, entonces, por abrumarnos y abatirnos ante el futuro próximo, o ante la realidad del tránsito hacia Dios, nuestra vida debe estar marcada por la esperanza que consiste en un estado de vigilancia activa que nos evite esos periodos de resignación, de apatía, de vacío interior, y nos conduzca hacia un futuro optimista e ilusionante.
Encontrar estímulos permanentes para dar sentido de plenitud a nuestra vida, ejercitarnos en labores de espíritu de servicio, mirar el futuro con ojos nuevos, renovar nuestra mente y espíritu, descubrir el lado trascendente de la vida, serán lagunas de las múltiples actitudes que debemos tener presente a la luz de las enseñanzas que se deducen del mensaje del evangelio de hoy.
En cada Eucaristía anunciamos la muerte y la resurrección hasta que Él venga. Anunciamos y vivimos que en medio de la historia está el sentido de lo que hacemos a pesar de la muerte, la destrucción, la limitación y el mal que nos cuesta aceptar y convivir con él. Compartimos que esta vida tiene el sentido de la esperanza que esperamos culminar y plenificar en la definitiva al encontrarnos con el abrazo generoso de Dios.