Hoy tratamos de descubrir en nuestra vida lo esencial y encontrar criterios adecuados que motiven y den sentido a nuestras propias acciones particulares y generales. No suele resultar fácil cuando el mundo presente ofrece tantas maneras de pensar y actuar. Será imprescindible despertar el sentido crítico, defender y fortalecer unos principios irrenunciables para ser coherentes con nuestra fe. Así lo debió pensar el Señor cuando, en el evangelio que leemos hoy, responde al escriba que “el primer mandamiento es amarás al Señor con toda todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todo tu ser y al prójimo como a ti mismo” (Mc. 12, 29-31). El fanatismo religioso judío de aquel entonces, influenciado por el grupo de los fariseos, contenía más de seiscientas normas y, a aquellos que deseaban ser observantes rigurosos de la Ley, les resultaba imposible poder aplicar todas ellas en su vida y deslindar lo esencial de lo accidental.
Jesús responderá de forma sencilla pero firme y rigurosa que lo esencial en su vida es mantener un equilibrio entre el amor a Dios y el amor a los hombres. Será necesario amar a Dios desde el cultivo trascendente o vertical de nuestra vida, -la oración, el silencio interior, la recepción asidua de los sacramentos, el fortalecimiento de una fe cada vez más renovada y purificada, libre de la tentación de la rutina y de la pasividad-, y la dimensión inmanente u horizontal, -el espíritu de servicio y de colaboración, la solidaridad, el perdón, compartir la bondad y la generosidad de Dios-. Estas son algunas de las actitudes que deberemos tener presente para vivir en sintonía con la exigencia del Señor.
Algunas conclusiones, deducibles y exigentes del evangelio de hoy, surgen con seguridad en nuestra reflexión. Con frecuencia nos preocupamos excesivamente de uno de los dos aspectos, en detrimento del otro, el amor a Dios o el amor a los hombres, motivados por una piedad desencarnada y poco comprometida con el servicio a los necesitados o por una filantropía solidaria, pero sin sentir “necesidad de Dios” y entonces nuestra fe pierde el rigor de la unidad y el equilibrio entre las dos dimensiones como un compromiso en tensión para ser fieles en el seguimiento del Señor. Permanecer fieles al amor de Dios y a los hombres nos exige, en la sociedad actual, revisar y purificar nuestras formas y prioridades de respuesta al Señor que nos llama para crecer en santidad.