Jesús aprovecha la oportunidad que los fariseos le brindan nuevamente “para ponerlo a prueba” y nos ofrece una magistral lección de aire fresco espiritual, de autenticidad de vida, de respuesta y compromiso a lo esencial de la vida y a la plenitud de su mensaje: EL AMOR. Lo que verdaderamente cuenta en la dinámica y relación Dios-hombre y persona-persona es el amor, todo lo demás es accidental y pasajero. Jesús resume los mandamientos en “amor a Dios y a los hombres como a nosotros mismos” para que no caigamos en un legalismo ciego que nos impida ver con ojos nuevos y libres el camino de la fraternidad y del abrazo del Padre. ¡Cuántos ejemplos aparecen en el evangelio y en las cartas apostólicas donde se define el amor universal de Jesucristo que perdona, salva, cura y libera!.
El equilibrio espiritual de la persona, el compromiso de la fe estriba en mantener en alto y al unísono, en primer lugar, el amor trascendente (dimensión vertical) que nos dirija a un encuentro personal con Dios desde el silencio interior, la oración sostenida como alabanza, acción de gracias y súplica, la recepción activa de los sacramentos y la experiencia de un Dios cercano que nos quiere y perdona y, en segundo lugar, la dimensión inmanente (horizontal) que nos conduzca hacia una sensibilidad y decisión profunda de espíritu de servicio, de aceptación y de entrega. Ambas dimensiones se complementan y se concretan cuando se fusionan y se viven en unidad. Si perdemos la dimensión trascendente por aumentar la inmanente podemos caer en un activismo filantrópico que nos desgasta ya que la fuente de Dios no tonifica nuestra vida y, viceversa, si amamos a Dios y nos olvidamos de los hombres desencarnamos nuestra fe, no aportamos nuestro granito de arena para que se vaya realizando en el mundo la civilización del amor. En el mismo vivir de Dios está la dinámica de la entrega al otro. En el mismo servicio a Dios está el servicio al hermano. Debemos tender a amar a Dios en el hombre y amar al hombre en Dios.
Finalmente, no podemos olvidar un detalle que no debe pasar desapercibido “amar a Dios y a los demás como a nosotros mismos”. ¿Nos amamos realmente?; ¿crecemos en autoestima y en aceptación personal?; ¿relativizamos nuestras preocupaciones para manejarlas con calma y optimismo?; ¿mantenemos el equilibrio necesario entre trabajo y descanso para airear nuestro cuerpo y espíritu?; ¿valoramos las cosas sencillas de la vida? Muchas preguntas más, de parecido estilo, pueden inundar nuestra mente y todas desembocan en la misma idea: no podremos amar ni a Dios ni a los hombres si primero nuestra mente y nuestro corazón no están en sintonía con nuestro propio yo.