GRITAR PARA SER ESCUCHADO 

En un pueblo lejos de la ciudad, hubo un terremoto que dejó muchos destrozos, muchas víctimas que lamentar, muchos heridos, algunos de gravedad, algunas personas desaparecidas en medio de los escombros; desolación y llanto por todas partes. De pronto un grupo de rescatistas escucharon unos llantos de un niño y su madre. El de la madre, de pronto no se escuchó, el del niño se estaba apagando su llanto. Con unos perros amaestrados dieron con el lugar exacto de dónde se encontraba la madre con su hijo. Cuando llegaron  al lugar, encontraron a la madre muerta, con un dedo cortado cerca del corazón de su hijo, y al hijo vivo, aunque con muchas contusiones. ¿Qué había pasado? La mamá, tomó unos vidrios rotos de su casa en ruinas, se cortó el dedo para darle de beber su sangre a su hijo. 

Hoy en día se escucha muchos gritos, lamentos, muchos llantos, el mismo silencio de mucha gente es “un grito ensordecedor” que a veces no queremos escuchar. En medio de tanto desconsuelo y de tanta tristeza metida en el corazón de la humanidad, Dios, como algo paradójico, nos pide lo que está a nuestro alcance: “Griten de alegría por Jacob, proclamen: el Señor ha salvado a su pueblo” (Jer.31,7-9). Él quiere salvarte en medio de tu tristeza y de tu quebranto. Quiere que tu luto se convierta en danza (cf.Salmo 30,12). No podemos perder la esperanza. 

El misionero, el creyente, el que se dice seguidor de Jesús, no puede ser sordo al llanto o grito de muchos corazones destrozados; es más, está en la grave obligación de sanar “los corazones destrozados y vendar sus heridas” (cf.Salmo 147,3). Oremos para que Dios abra los oídos de los sordos, y suscite personas que pongan un oído en Dios y un oído en el corazón del mundo. 

El ciego Bartimeo del evangelio de hoy (Mc.10,46-52), en el borde del camino, gritaba: “Hijo de David, Jesús, ten compasión”. Cuando una persona grita, es porque quiere ser escuchado. Pregúntenles a todas las que son mamás, cómo ellas sí que entienden de gritos, ellas sí que ponen su oído y su corazón en sus hijos que los saben escuchar a sus hijos, sus gritos les ensordecen ya que desean que se les atienda en lo que necesitan. El ciego quiso ser escuchado por Jesús. Hoy, ¿cuál es tu grito? O ¿Qué grito le quieres presentar a Jesús? Pero hay mucha gente que se atreve a silenciar el grito de los demás, de los que quieren un mundo más justo y más fraterno, de los que quieren ser libres y no esclavos, de los que no quieren ser confundidos en mente y en su salud, de los que no quieren ser confundidos en su fe, etc. Eso pasó con el ciego, del evangelio. Pero no fue obstáculo para gritar con más fuerza, y así ser escuchado por Jesús. Gritó y Jesús le escuchó. ¿De verdad presto mi oído de fe para escuchar el grito de los hijos de Dios o soy sordo a su clamor? 

Un fruto de esa escucha es la pregunta que Jesús mismo le hizo al ciego: “¿qué quieres que haga por ti?” (Mc.10,51). La respuesta no se dejó esperar: “Maestro que pueda ver”. A Jesús sí le interesa lo que te pase, es más, se mete en tu propia historia, quizás de “ceguera espiritual” que puedas haber pasado o estás pasando. 

El final del evangelio es realmente esperanzador y exigente: “al momento recobró la vista y lo seguía por el camino”. Jesús siempre salva, sana, consuela, reconforta en los duelos, seca o enjuga nuestras lágrimas. Pero así como grande es su amor, pide y exige de nosotros FIDELIDAD. Hay mucha gente que sólo quiere un milagro físico de Jesús, y no dudamos que pueda hacerlo y lo hace constantemente. Pero no aceptan que Jesús les pida seguirle, servirle, amarle y proclamarle. El ciego no se quedó con su sanación, fue muy “atrevido”: aceptó el reto de seguir a Jesús. ¿Será ese tu caso? 

Hoy, el que quiere seguir, servir, amar y proclamar a Jesús, no puede quedarse callado viendo tanta gente que llora y grita, como tampoco puede quedarse callado ante tantas maravillas de Dios. Tú, yo y todos estamos llamados a dar a conocer a Jesús para que el mundo crea, para que haya más personas que se vuelvan para Dios, se abracen a su misericordia, y se dejen tocar por su gracia. 

Dios nos conceda la gracia de escucharle en el grito de los demás, de escucharle en cada Eucaristía, de escucharle en el acontecimiento de cada día, en cada obra de amor. 

Con mi bendición. 

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