El evangelio de este domingo, en el aspecto temático, contiene dos partes diferenciadas pero relacionadas entre sí: el inicio de la predicación de Jesús en Cafarnaún, junto al lago de Galilea, y la elección de los primeros discípulos.
Jesús sigue la tónica de Juan Bautista y considera imprescindible motivar a sus seguidores a un cambio de transformación interior. Hace una llamada a la conversión porque el Reino de Dios está cerca (Mt. 4, 17). Hoy también estimula nuestro proceso de cambio y nos exhorta a analizar nuestra vida para superar la rutina, la costumbre, limitaciones y deficiencias que nos impiden reencontrarnos con nosotros mismos y con los demás. Si actuamos así, la conversión supone un proceso liberador que, lejos de parecernos un camino penoso, arduo y triste, es, sobre todo, liberador porque nos humaniza y nos orienta hacia el encuentro generoso con el Señor que nos espera con el abrazo del perdón, ternura y misericordia. Convertirse es limpiar nuestro corazón de egoísmos e intereses personales y tender hacia la comunión y el compartir.
En segundo lugar, leemos en este pasaje del evangelio la elección de Pedro, Andrés, Santiago y Juan. Como toda vocación el Señor llama de forma sencilla y profunda, fijándose en la sensibilidad de los hombres. Se da cuenta que para comenzar la ardua tarea de la instauración del Reino de Dios necesitaba, además de la fe y la ayuda de Dios Padre en el cumplimiento del compromiso adquirido, la colaboración de unos hombres que vivieran como Él, lo acompañaran, aprendieran y luego transmitieran a los demás sus propias experiencias de encuentro con el Maestro. El Señor, ya desde el comienzo de su misión, intuía que iba a vivir situaciones especiales: incomprensión, aceptación, rechazo, alegrías, tristezas y estas vivencias contrapuestas era mejor compartirlas con sus propios discípulos. El encuentro con la persona que ansían, el Mesías esperado, es el inicio de su propia vocación. Jesús les llama de forma simple pero directa y ellos responden desde la generosidad, la disponibilidad y la acogida. No les ofrece bienes materiales, ni satisfacciones placenteras sino la aventura y el riesgo de la instauración del Reino de Dios. Encontrarse con el Señor, fiarse de su palabra, no presupone satisfacer nuestros gustos personales, nuestros intereses sino la subordinación de nuestros planes al proyecto de vida que nos ofrece el Señor.
Por el bautismo todos somos llamados al encuentro con el Señor. Algunos intuyen esa llamada en acontecimientos especiales y extraordinarios y otros en los detalles de la vida ordinaria y sencilla del día a día. Lo importante es que no descuidemos la voz de Dios que nos dirige a la interioridad y generosidad de nuestro corazón. La llamada de Dios es permanente y nos exhorta a una respuesta pronta y comprometida. El Señor nos debe encontrar, como a sus primeros discípulos, vigilantes, receptivos y atentos. Si miramos a nuestro alrededor, si nos fijamos en las necesidades de la parroquia descubriremos el clamor del Señor que nos espera a dar respuesta y aportar nuestro granito de arena en favor de los demás.