UNA NUEVA MANERA DE VER LA RELIGIÓN
Las palabras de Dios en el Sinaí quedaron no solo grabadas en las tablas de piedra que acompañaron a Israel en el interior del arca de la alianza cuando pudieron asentarse en la tierra prometida, sino en el corazón de un pueblo que nació de la nada, que no contaba entre los listados de los grandes pueblos, pero que fue encumbrándose por su devoción a su Dios y a la vinculación de su religiosidad con la vida cotidiana. Esta alianza, como la que usualmente se realizaba en los pueblos antiguos, posee cláusulas tan significativas como sorprendentes, pues si bien es cierto se estipula lo que debe hacer el creyente para con su Dios son muchas más las normas en atención al bienestar del prójimo. El imperativo negativo refuerza la idea de que tales cláusulas debían cumplirse categóricamente con el riesgo de la aplicación de una sanción si no se cumplía a cabalidad. Por tanto, la expresión de una fe no se circunscribe a una simple profesión de boca sino a una convicción manifestada en actos que hablan del cumplimiento del deseo de Dios a favor de sus hijos. Es obvio que, muchas de estas normativas tienen sus matices culturales particulares, pero el sentido de la legislación del Sinaí se asienta en algo mucho más trascendente pues puede ser acogido por cualquier ser humano en la tierra.
Escucharemos, en la segunda lectura, a Pablo en su dilema de haber presentado su evangelio apelando al discurso persuasivo de la retórica de su tiempo a los griegos y haber fracasado en ello (posible eco de su viaje a Atenas, cf. Hch 17,15), y su deseo ferviente de predicar al Cristo crucificado – que había realizado en Corinto -, cosa le llevó esto a ser proscrito por sus hermanos judíos que veían eso como un escándalo. De esta forma el discurso de la cruz desafía el orden religioso de la época, pues aquello que podría revelar cierta debilidad divina, el haberse encarnado para morir y en una cruz, se convierte en fuerza de Dios, manifestación plena de la salvación a los hombres.
En el caso del evangelio de Juan, este episodio profético del conocido acto de la “purificación del Templo”, adquiere un sentido nuevo, puesto que el evangelista decidió colocarlo al comienzo de su ministerio público y no en la etapa final como está en los otros evangelios. La novedad de la misión de Jesús desafía el orden religioso judío y se anticipa ya el destino de Jesús con la citación del profeta: “el celo de tu casa me cuesta la vida” (Sal 69,10). Hay una nueva forma de relacionarse con Dios, y es por mediación de Jesús; ya no más el Templo de Jerusalén, ni los sacrificios, ni los holocaustos. El nuevo Templo se erige en la persona del Resucitado, y es el espacio sagrado por el que el creyente debe pasar, haciendo suya tal experiencia, morir para vivir. Por eso, la fe en el evangelio de Juan se convierte en la adhesión del discípulo a la novedad que trae Jesús y eso es más que una simple confesión de verdades que uno debiera aprender. Seguimos en el camino cuaresmal y es tiempo de confrontarnos con nuestra manera de entender nuestra religión. Los mandamientos no son pesos ni cargas son medios que nos ayudan a vincularnos a Dios y al prójimo, el discurso de la cruz no es expresión del pesimismo o frustración de la humanidad sino la presentación de la acción salvífica de Dios que confunde la sabiduría de los hombres, el nuevo Templo que es el cuerpo de Jesús reconfigura la nueva manera de entender el discipulado y la exigencia del verdadero culto, que es servir a los demás, a quienes son también templo del Espíritu Santo. Gracias Señor por tu mensaje, “tú tienes palabras de vida eterna”.