Queridos amigos:
¡Dios tiene una debilidad! Lo que nosotros llamamos omnipotencia divina no se contradice con el “talón de Aquiles” de Dios que aparece en las lecturas de este segundo domingo de pascua. Dios es perfecto, eterno, poderoso, ha creado todo, omnisciente, pero ante el ser humano torpe, débil, pecador, arrepentido, doliente y frágil, Dios se derrite y su poder se transforma en una palabra, en una cualidad propia de él: la misericordia. Precisamente, este segundo domingo de pascua es el día de la Divina Misericordia, el día en que celebramos la debilidad de Dios, una debilidad que nos favorece.
¿Qué es la misericordia? En palabras simples y usando un peruanismo, es “hacerse el de la vista gorda”, es decir, no tomar en cuenta, no mirar, olvidar el error de los otros, sus deficiencias, sus debilidades y sus pecados. La misericordia va de la mano con la tolerancia, la paciencia, el amor, porque sin estas cualidades no se puede dejar pasar los deslices de otros. Un buen sinónimo de la misericordia es el perdón. En realidad, el perdón es el nombre de la primera manifestación de la misericordia, o mejor dicho, la manera como la misericordia se hace concreta, pero comúnmente ambas realidades se usan como equivalentes. En el Éxodo encontramos una definición de Dios: “El Señor es un Dios misericordioso y compasivo, paciente, lleno de amor y fiel” (Ex 34,6). En otras palabras, Dios es amor (1 Jn 4,8), es paciente (2 Pe 3,9) y es misericordioso (Sal 117); estos tres atributos de Dios cuando se dirigen al hombre se unen y nos llegan en forma de “perdón de Dios”. Ahora bien, Dios no puede dejar de ser paciente, misericordioso y amoroso porque son atributos de él, es decir, son las características que le hacen ser Dios. Por esa razón es que afirmamos rotundamente que Dios siempre perdona (el salmo de este domingo canta: “den gracias al Señor porque es eterna su misericordia”), que su perdón incondicional y absoluto. Si Dios no perdonara, no sería Dios. No creo en un Dios que no sea misericordioso. Esta debilidad le hace ser más grande, más perfecto, más Dios.
Si repasamos toda la historia de las relaciones entre Dios y el hombre, veremos que en toda manifestación de Dios está implícita su misericordia. En el Antiguo Testamento encontramos una serie de “oportunidades” que daba Dios a su pueblo, aun cuando éste persistentemente se olvidaba de él, le era infiel y se iba detrás de otros dioses. Eran muestras de misericordia casi cotidianas que llegaban a Israel en forma de tierra prometida, descendencia numerosa, liberación de la esclavitud, jueves y reyes, leyes, profetas que le recordaban sus promesas, etc. Puro perdón derramado a montones. Una gran muestra de la misericordia de Dios fue el envío de su propio Hijo. Tanto fue el derroche de misericordia de Dios, que el evangelio de Juan llega a decir: “Tanto amó Dios al mundo que envió a su propio Hijo para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Dios no envió a su Hijo al mundo para condenarlo, sino para salvarlo por medio de él” (Jn 3,16-17). Gracias a esta cita nos damos cuenta de que el amor de Dios es el sustento de la misericordia, y que la misericordia se hace concreta en gestos de perdón, en este caso, la venida de Jesús. Pero no es lo único que dice esta cita. A través de estas líneas entramos en el corazón de la misericordia divina, la mayor expresión del perdón de Dios.
El ser humano había llegado a una situación de pecado que bien merecía una intervención de Dios al estilo del diluvio o la destrucción de Sodoma y Gomorra, pero como Dios no puede dejar de ser Dios, esta vez realizó su mayor muestra de amor, de paciencia y misericordia: la resurrección de Jesús. Ya la vida de Jesús era una oportunidad de salvación para el pueblo pecador (recordemos las muchas veces que Jesús sanó, liberó y perdonó los pecados de sus paisanos), pero con su resurrección llegamos a la cúspide de esa misericordia. Lo dice claramente la segunda lectura de este domingo: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en su gran misericordia, por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos,
nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva, para una herencia incorruptible, pura, perenne, reservada en el cielo para ustedes…” (1 Pe 1,3-4). Es verdad, en vez de castigar al ser humano por su pecado e infidelidad, Dios reacciona enviando a su Hijo y resucitándolo, y por medio de esa resurrección le dio al hombre la oportunidad de una nueva vida, mejor que la anterior, la posibilidad de una herencia celestial. El hombre solo debe abrirse a ese perdón para cobrar esa herencia. Así de fácil.
Este perdón de Dios que hemos descrito hasta aquí, no solo es para todo el hombre en general, sino también para cada hombre en particular. El evangelio de este domingo (Jn 20,19-31) es la prueba. A los discípulos que en el momento de su detención salieron corriendo, Jesús se les aparece resucitado diciéndoles “paz a ustedes”. Ese pequeño saludo debió sonar en ellos como si hubiese dicho: “no hay problema, no pasó nada, ya olvidé todo, les perdono, les quiero igual”. Luego, a Tomás, que dudó de su resurrección, le enseña las heridas de sus manos y su costado. Otro gesto de perdón; otra muestra de misericordia. Así como el mundo es perdonado en la resurrección de Jesús, cada hombre es liberado y regenerado por el contacto personal con Jesús. No hay traición, falta, error, pecado que el contacto con Jesús no pueda borrar. No hay dolor ni angustia que la declaración “Señor mío y Dios mío” no pueda aliviar.
Como hemos visto, Dios tiene una debilidad. Su amor le traiciona y lo mueve a perdonar al hombre. Esa debilidad de Dios es lo mejor que a nosotros nos puede pasar. Existimos gracias a la misericordia de Dios, somos imagen y semejanza de Dios gracias a su misericordia, tenemos lo que tenemos gracias a su misericordia, podemos salir del dolor y de la muerte gracias a su misericordia, podemos ir a cielo gracias a su misericordia. El hombre es más hombre gracias a la misericordia de Dios. Por esa razón, cualquiera que rechace el perdón de Dios se deshumaniza, pierde dignidad y se denigra, porque persiste en su pecado y su dolor. En la confesión, que es el sacramento por el que nos llega el perdón de Dios, el ser humano llega a su mayor perfección. Uno sale del confesionario más humano que cuando entró. Sobre esto, me viene a la mente una de las frases más conocidas del Papa Francisco: “Dios nunca se cansa de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón”. En el domingo de la Divina Misericordia, aprovechémonos de esta debilidad de Dios, pero sin llegar a ser unos aprovechados.