SEÑOR DE LA DIVINA MISERICORDIA

Llamados a creer sin haber visto

¡Dichosos somos nosotros porque hemos creído sin haber visto! Las apariciones que presenta el evangelio de Juan están sincronizadas en diferentes experiencias que va viviendo la naciente comunidad cristiana: a las mujeres que vieron morir a Cristo y a quienes se le apareció el resucitado y que les llevó luego a anunciar a los hermanos esta Buena Noticia (María Magdalena), por tanto, las primeras que dieron testimonio de la resurrección; hacia aquellos que huyeron en la pasión, pero que luego, contemplaron al Resucitado y confirmaron el cumplimiento de las Escrituras (los discípulos de Jesús); y a los que recibieron este testimonio, no pudiendo ver al Resucitado, pero creyeron en tal testimonio (la bienaventuranza de Jesús luego de la aparición a Tomás).

Si entendiéramos que este cuarto evangelio ha tenido un largo proceso de elaboración (casi tres generaciones de cristianos) podríamos valorar a cada grupo de cristianos que en su momento aceptaron el testimonio de la fe en el resucitado. La narración del evangelio de este domingo, nos ubica justamente en dos momentos señalando justamente a dos grupos: los que pudieron ver al Resucitado y los que vendrán después y deberán creer en el testimonio de los apóstoles. En la instancia primera, señalamos dos puntos importantes: Jesús viene a traernos su paz en medio del temor que agobia a sus discípulos, una paz diferente a la que conocían, la “Pax romana”, basada en la opresión y la muerte, y en segundo lugar, reciben por la efusión del Espíritu la potestad en comunidad de perdonar los pecados o retenerlos. Sin duda, el marco de autoridad que reciben revela que tendrán que ejercer responsabilidades en el nombre de Dios de una forma distinta a la ya conocida en el mundo judío (Día de la Expiación). En la segunda instancia, la perícopa de la aparición de Jesús a sus discípulos y, ya entre ellos, Tomás, está reflejado toda esa generación que tuvo que poner su confianza en el testimonio apostólico sin haber visto al Resucitado y, por supuesto nosotros estamos en ese grupo, pues somos herederos de esa generación. Hoy mucha gente duda de nuestra fe, piensa que es una historia fantasiosa que intenta “darnos ánimos para continuar”, pero cuando uno tiene una experiencia profunda de este don maravilloso de la fe, las cosas cambian rotundamente. Pero no es solo un testimonio de palabra lo que mueve a la conversión, es un estilo de vida único.

El ideal de una vida comunitaria plena, donde no existan pobres, donde no se respire discriminación, donde jamás se perciba signo alguno de subyugación, no debería ser una utopía sino un compromiso de devolver a esta creación el orden querido por Dios. Puede que el testimonio de los Hechos de los apóstoles sea presentado como un ideal, pero sería lógico que esta comunidad primitiva de seguidores de Cristo haya podido vivir de este modo aferrados a la esperanza de la pronta venida del Señor. Entendieron que el testimonio de una vida comunitaria, ayudaría a preprar a los elegidos con una total disposición a acoger al Señor en su gloria. Es notorio que esta última venida del Señor aún está por llegar, seguimos expectantes ante esa “parusía”, pero eso no nos desanima a seguir intentando vivir nuestra fe entre los hermanos. Sabemos que vivir en comunidad es difícil, pero no significa que no podamos hacerlo. Depende mucho de las motivaciones que nos lleven a entender que la vida en comunidad es un testimonio de fe en Cristo y en su proyecto salvífico. Por eso la fracción del pan o la Eucaristía es la celebración ritual que especifica mejor la presencia de Cristo en medio de la comunidad de fe y nos une a él plenamente. Esto es verdaderamente entrar en comunión con Cristo. No es solo comer el Cuerpo de Cristo sino sintonizar con todo su proyecto salvador. ¡Cómo podemos entrar en comunión si estamos peleados con el prójimo o tenemos rencores profundos contra alguien! El fragmento de la primera carta de Pedro, que escucharemos en este domingo, lo ha subrayado de sobremanera: “Ustedes no han visto a Jesucristo y o aman y sin verlo creen en él”. Esta alegría pascual no es una quimera, no es una burda escenificación, es la convicción de sabernos amados por Dios, que “nos ha hecho nacer de nuevo” y que en definitiva es la propia fe en un Cristo que ha vencido a la muerte para darnos vida, aunque por ello tengamos que pasar por experiencias duras en esta vida terrenal: “¡Alégrense por ello!, aunque de momento tengan que sufrir un poco”. Si el profeta anunció que aquel “Siervo de Dios” nos iba a sanar con sus propias heridas, Tomás animado por su espíritu escéptico (como el de muchos) se vio confrontado y no le quedo más que confirmarlo metiendo sus manos en las llagas gloriosas del Resucitado. Pues bien, quieres desafiar este testimonio como Tomás, pues disponte también tú a introducir tus manos en las llagas de Jesús; en las del hermano que sufre, en las del pobre que clama por justicia, en las de los amigos que lloran y sufren por las desgracias que le han acaecido. Al final, de seguro, terminarás postrado como Tomás y exclamarás sin atenuantes: ¡Señor mío y Dios mío!; y todos en comunidad te rodearemos y alabaremos por siempre como lo expresa este salmo 117, toda una expresión litúrgica comunitaria de acción de gracias al Dios de la historia, al Dios que salvó a Israel de sus enemigos, al Dios que acompaña a su Iglesia para dar testimonio de su mensaje de amor y auténtica paz: ¡Den gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia!

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