NO SEAMOS MEZQUINOS CON DIOS
Israel, después de su experiencia crítica en el exilio, realiza una profunda reflexión acerca de la situación vivida. Recapacita y entiende que su pecado le condujo a experimentar la desolación y se abre a una nueva dimensión religiosa, en la confesión de fe de un Dios único, creador de todo lo que existe y quien tiene un designio para toda la humanidad. Esto les invita a replantear su condición de pueblo elegido, ya no desde un carácter exclusivista sino desde la apertura universal de la salvación. De allí que, hable de Ciro, el rey persa, como “su ungido”, aquel que obedece la voluntad de Dios, y propicia la vuelta a la tierra de los hijos de Israel.
El designio salvador de Dios está por encima de las voluntades humanas imperiales, y esto no hace sino confirmar la absoluta soberanía del Dios de Israel.
Pablo inicia su carta a los tesalonicenses, el testimonio más antiguo del Nuevo Testamento, y les exhorta a que recuerden con aprecio su origen, la forma cómo Pablo y sus colaboradores, dieron todo por la misión en Tesalónica, no solo con palabras sino con el poder del Espíritu. Hay cuestiones de fe que se necesita completar, hay problemas de fraternidad y hay desesperación ante la próxima venida de Cristo pues vienen muriendo hermanos de la comunidad. Estas son las motivaciones para que Pablo escribiera a estos cristianos de esta región de Macedonia.
El evangelio de este domingo, nos presenta una controversia entre Jesús y los fariseos a quienes se sumaron los partidarios de Herodes. La pregunta es malintencionada, pues los fariseos no aceptaban la sumisión a Roma, cuya expresión plena era el pago del impuesto, mientras que los partidarios de Herodes, vivían de esos impuestos ya que habían sido colocados en la corte real por los romanos. La sabiduría de Jesús sale a relucir y ofrece una respuesta contundente. Hay un orden social establecido, sea por la fuerza o por la convencionalidad, pero hay una relación con Dios que está por encima de esta situación. En la medida que podamos interiorizar esta relación con Dios, la sociedad podrá ser transformada y, más aún, desde el ideal del evangelio en una comunión de bienes y de intereses. Pero si solo nos quedamos en las cuestiones propias de este mundo, sin orientar nuestra vida según Dios y su voluntad, entonces corremos el riesgo de avivar nuestros odios y resentimientos, olvidarnos de las necesidades de nuestros hermanos y perder la oportunidad de organizar una mejor sociedad. Por la historia nos hemos ido dando cuenta que las grandes revoluciones sociales, si bien es cierto nos han encaminado a nuevas etapas de la vida social, también han generado mucho sufrimiento y dolor. La moneda del César sigue siendo un obstáculo para alcanzar la equidad y la justicia social que tantos pueblos necesitan. Por eso, necesitamos escuchar la voz de Jesús que nos invita a distinguir lo que es propio de nuestra relación con Dios y lo que implica nuestras responsabilidades sociales y políticas. Ahora bien, esto no es oposición, esto no es que no tenga que ver lo espiritual con lo cotidiano de la vida; sin más bien, es la oportunidad de discernir a la luz del evangelio si estamos haciendo lo correcto para convivir en paz y promoviendo bienestar a nuestro prójimo, especialmente, quienes no tienen cómo afrontar las necesidades primarias diariamente. Así, el respeto a Dios y a las cosas sagradas nos deberían dar un criterio preciado para hacer de nuestras sociedades mejores ambientes donde todos puedan alcanzar la felicidad y el bienestar. El Salmo 95 nos invita aclamar la soberanía de Dios como lo alababan de seguro los israelitas subiendo al Templo en peregrinación, ahora en nuestra propia “subida” por los caminos de nuestra vida, buscando que el Señor nos dé la luz para comprender el verdadero sentido de la autoridad y el compromiso de todos como miembros de una sociedad que requiere una mejor organización para convivir en paz, en justicia y en fraternidad.