El Evangelio del presente domingo nos relata el conocido pasaje de la curación de diez leprosos por parte del Señor. Solamente uno agradece al Señor lo que ha hecho por él. En tiempos de Jesucristo la lepra era una enfermedad maldita. Quien la padecía, además de sufrir las secuelas propias de una enfermedad dolorosa, quedaba marginado de la sociedad y padecía la indiferencia, la incomprensión y el rechazo por miedo al contagio y también porque se le consideraba que tenía ese tormento porque había pecado. Liberarse de esa enfermedad suponía la superación del sufrimiento físico y la integración a la sociedad hasta adquirir, por lo menos en parte, la dignidad humana.
Nuevamente basta un gesto de fe para que el Señor se compadezca y alivie el dolor de los leprosos y los incorpora la vida normal. El Señor siente pena y tristeza porque solamente uno y además samaritano, enemigo de los judíos, es quien le agradece la curación. Estamos acostumbrados a suplicar al Señor pero muy poco a agradecer y, sin embargo, es “de bien nacido el ser agradecido”. Cuando alguien me ha hecho un favor lo normal es que tenga un sentimiento de cercanía y reconocimiento hacia él.
La acción de gracias es la primera respuesta al amor, es la apertura al encuentro, es dejarse persuadir por quien ha mostrado un interés por mí y se me ha entregado. Por la acción de gracias se genera una dinámica de encuentro, de relación mutua, de entrega, de amor correspondido. San Pablo nos recomendará: “Den gracias en todas circunstancias” (1 Tes. 5, 17) “Cualquier actividad de ustedes, de palabra o de obra háganla… dando gracias a Dios” (Col. 3, 17).
Jesús no se conforma solamente con curar físicamente. Las curaciones de Jesús, por muy extraordinarias que parezcan, no son más que el signo externo de lo verdaderamente importante. “la salvación”. Jesús, al curar, nos enseña que sólo Él puede salvar.
Si reconociéramos nuestra condición de pecadores, de enfermos, también acudiríamos a Jesús y él nos concedería su perdón, su salvación como se lo concedió a aquellos hombres que se la pidieron con fe. La salvación surge por la plenitud del encuentro con el Señor y por la confianza hacia Él.
Tenemos muchas razones para alabar y agradecer a Dios: el don de la familia, del trabajo, la contemplación de la naturaleza, los buenos momentos compartidos… “El que con tantos esplendores de las cosas creadas no se ilumina, está ciego; el que con tantos clamores no se despierta, está sordo; el que con tantos efectos no alaba a Dios, está mudo” (San Buenaventura).