El evangelio del día de hoy nos presenta las conocidas parábolas de la misericordia y de la ternura de Dios ante el hombre pecador. Con estas parábolas, la oveja y la moneda perdida y el hijo pródigo, Jesús nos dice lo que Dios hace. El acento está puesto en la actitud de Dios frente a los pecadores. Destaca el amor, el espíritu de integración, de acogida, de gratuidad. El hombre no se lo merece porque Dios toma la iniciativa y lo hace de forma desinteresada, gratuitamente.
Ante la bondad de Dios no podemos permanecer pasivos. Debemos dar una respuesta de conversión, de generosidad y acercamiento al Señor que nos perdona. Sólo así llegaremos a reconocer el gozo inmenso y comunitario que proporciona la reconciliación y la recuperación de la amistad de Dios.
Centrémonos en la parábola del hijo pródigo, ahora denominada del Padre Bueno o del Padre de la Misericordia, (Lc 15, 11-32).Contiene una pedagogía completa y profunda de todo el proceso de conversión. En primer lugar el pecado se resume en el egoísmo del hijo menor, en el abuso de confianza y en el mal uso de su propia libertad y responsabilidad. En segundo lugar aparece la intuición del hijo menor que, desde su propio silencio interior, reflexiona en actitud de humildad y desea volver a la casa de su padre. Se reconoce pecador y desea cambiar de vida recobrar la confianza y el amor primero. En tercer lugar la actitud del padre que acepta con acogida, perdón y misericordia el retorno del hijo. El pasado no cuenta, importa el presente feliz, el abrazo y el futuro con luz y esperanza nueva. En cuarto lugar aparece la alegría, la fiesta como respuesta espontánea al encuentro feliz, la amnistía y el cambio de vida.
En este final feliz no puede pasar desapercibida la actitud del hijo mayor. Trabajador, responsable y cumplidor, cualidades no despreciables pero quedan ensombrecidas por la falta de amor, porque tiene envidia y no perdona. Desconoce el rostro de Dios y es incapaz de sentir la alegría de la reconciliación.
La parábola del hijo pródigo es una exhortación a descubrir en nosotros el rostro misericordioso de Dios adoptando una actitud permanente de encuentro hacia Él para vivir la alegría y la serenidad que supone el proceso de la paz y la reconciliación en nuestra vida.