DISCIPULOS NO PARA UN CAMINO HACIA EL TRIUNFALISMO SINO HACIA UNA CRUZ
La primera lectura nos propone un fragmento de uno de los conocidos poemas del “Siervo del Señor” del profeta Isaías. Aquella figura misteriosa que representa la fidelidad del creyente en el Señor, se erige como pedernal en medio de un entorno hostil incluso de quienes se dicen ser los representantes de Dios que lo acusan de blasfemo pues se considera unido al Señor. Las afrentas son las propias dadas a un blasfemo, pero su confianza está puesta en Dios, su Defensor, y soporta y aguanta, y su mejor grito es el silencio. Pretenden condenarlo a muerte, pero él espera en que su Dios lo reivindicará y, por tanto, su sufrimiento no habrá sido en vano; aun perdiendo la vida, la fuerza de su testimonio lo hará pervivir más que sus acusadores. Las comunidades cristianas releerán estos poemas y la entenderán como profecía cumplida en la persona del sencillo Maestro de Nazaret, Jesús, vilipendiado y crucificado, reivindicado por Dios con su resurrección.
En la segunda lectura continuamos leyendo la carta de Santiago, una de las cartas con clara influencia judeocristiana, pero a su vez, con una tendencia a aclarar posibles relecturas equivocadas de otros grupos cristianos. En primer lugar, tendríamos que afirmar que el autor de esta carta, en absoluto, está confrontando o “corrigiendo” la doctrina de Pablo acerca de fe y obras como se pensó por mucho tiempo (Pablo cuando habla de “obras” no está refiriéndose a las buenas acciones, sino a las “obras de la ley”, condiciones para pertenecer al pueblo elegido). Es más probable que algunos seguidores de Pablo hayan podido entender mal y hayan pretendido aferrarse solo a la fe dejando de lado la exigencia ética, de tal forma que el autor de esta carta quiere reforzar justamente lo que Pablo decía: es verdad que la fe es la que salva, no la Ley, y al aceptar la fe te convertías en un hombre libre y capaz de vivir a plenitud la Ley del amor. Pablo nunca dejó de animar a la comunidad a vivir de acuerdo a la Ley (especialmente a los judíos cristianos), pero vista desde la interpretación del alcance salvífico de la salvación de Jesús (para todos, incluyendo los paganos). Así, esta ley del amor se convierte en la expresión plena el que ha sido renovado por la fe en Cristo. Por tanto, este fragmento considera importante conectar fe y obras como una realidad que todo cristiano debe asumir y no puede darse la exclusión de una en contra de la otra.
El evangelio nos presenta la parte central de la primera sección del ministerio de Jesús antes de ir a Jerusalén. Es tiempo de preguntar qué entienden de lo avanzado, a ver si son capaces con todo lo visto de identificar a Jesús. Aunque la respuesta de Pedro pueda revertir las erróneas interpretaciones de la gente, parece que aún no representaba una respuesta creíble. El anuncio previo a la pasión y muerte de Jesús, releído en clave del cántico del Siervo, altera la tranquilidad de los discípulos, tanto que el mismo Pedro se pone a “reprender” al Maestro en privado. Jesús preocupado debe intervenir y ante todos propone cuál es el verdadero camino del discípulo: ponerse detrás del Maestro, no adelante, porque si no, lo “diabólico” confundirá el seguimiento y ya no se caminará a la ignominia de la cruz sino a la vanagloria de un triunfalismo endeble.
En tiempos difíciles en el que se nos exige que nuestras obras sean las que más hablen de nuestra fe y no solamente los cultos y rezos; en un tiempo complicado en el que muchos piensan que deberíamos renunciar a nuestra fe porque “todos” somos partidarios de la mentira y la impunidad; en un tiempo en que nos puede resultar gratificante y conformista ser reconocidos porque somos muchos en una marcha o porque pensamos que poseemos la verdad y hay que mirar por debajo del hombro a los demás, y no pretendemos soportar con la mortificación del silencio y la firmeza los insultos y agravios; se presenta el único camino a seguir: la cruz de Cristo. No olvidemos que Él la llevó primero. ¡Cuidado con los triunfalismos vanos! Nos hace bien reconocernos pecadores, nos hace bien pedir perdón, nos hace bien confiar en Dios para cambiar, nos hace bien entrar en un proceso de conversión eficaz para que jamás nuestra Iglesia vuelva a cometer graves equivocaciones. Sólo Tú, Señor, nos reivindicarás, solo tú. Unámonos una vez más al salmista (Sal 114) y proclamemos vivamente que nuestro Dios es benigno, justo y compasivo, y demos testimonio de que escucha la voz de los sencillos, y que aun “estando yo sin fuerzas, me salvó”.