El evangelio del presente domingo nos describe el estilo de espiritualidad y de relación con Dios que tienen los fariseos preocupados más por la apariencia y los rituales externos, con frecuencia marcados por la hipocresía y la mentira, que la interioridad, transparencia, tolerancia y pureza de intención.
Sumergidos en la influencia del consumo, de los balances comparativos, de la carrera por el “tener” caemos con frecuencia, al estilo de los fariseos, en la tentación de la apariencia, de la falsa imagen, para no “quedar mal” ante los demás.
También nuestra vida con frecuencia está marcada por la inconsecuencia entre lo que pensamos o decimos y lo que hacemos. Nos falta voluntad, coraje y audacia para no parecer solamente ”buenos” sino serlo de verdad. No hacer de nuestra vida un mero “cumplimiento” para justificar nuestra fe y nuestra opción sino vivir permanentemente de “los dictados del corazón”. Lo que Dios ha hecho no puede manchar, pues todo es bueno pero lo que sale del interior del hombre, es decir, de su corazón, eso sí puede manchar y poner en peligro su propia vida de fe.
El Señor nos pide distinguir con claridad qué es lo esencial de lo accidental en nuestra vida cristiana. La verdadera relación con Dios no consiste en poner el énfasis, y mucho menos lo único y exclusivo, en cumplir normas externas sino en la fe, la adoración y el amor. Por la fe reconocemos la presencia del Señor que nos sustenta, nos rige y nos libera para actuar con libertad hacia su propio encuentro; por la adoración alabamos y agradecemos los dones que recibimos y hacemos de nuestra vida una ofrenda agradable a Dios; por el amor el Señor nos inspira a descubrir en el hombre su presencia e imagen desde el espíritu de servicio y compromiso especialmente con los más necesitados.
Si entendemos así nuestra vida cristiana no caeremos en la tentación farisea de aparentar lo que no somos; no viviremos esclavos de nuestra propia imagen sino que gozaremos de la libertad de los hijos de Dios que, desde la responsabilidad diaria, encuentran razones para vivir en paz y en armonía con Dios y con los hombres. Cuidemos el interior de nuestro corazón en conversión continua que es lo verdaderamente prioritario en nuestra vida.