El Evangelio del domingo de hoy nos indica el momento en que Juan Bautista presenta al Señor como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn.1, 29), es decir, el que restablece las relaciones de paz entre Dios y los hombres haciendo que éstos sean de nuevo hijos suyos. Jesús es quien carga con los pecados de sus hermanos, los hombres, y se ofrece, inocente, para expiar por ellos. Jesús, al presentarse como el Cordero de Dios, inaugura la Pascua nueva y ya, desde el principio de su misión, nos quiere anunciar que viene a traer al mundo la liberación del pecado, de cualquier clase y condición, que perturba la estabilidad y la gracia del hombre.
El pecado es una realidad extendida en el mundo. Si analizamos nuestro alrededor descubriremos actitudes, experiencias que dañan el orden de la creación: la injusticia, el odio, la violencia, desgarran el corazón del hombre y se destruye la armonía, la fraternidad y la paz. El pecado del mundo es el triunfo de la mentira, de la falta de sinceridad y de transparencia. El pecado está presente hoy, en nosotros y entre nosotros, en las estructuras económicas, sociales, políticas, culturales, familiares. No podremos cambiar y mejorar las estructuras si, previamente, no hacemos un esfuerzo de conversión personal, de responsabilidad y compromiso firme y duradero que nos lleve a un profundo cambio interior.
Para superar estas experiencias amargas el Señor nos viene a liberar instaurando su Reino de amor y derramando su sangre para la liberación de nuestros pecados. Sus señas de identidad, el Cordero liberador es transformar nuestro egoísmo, intereses personales y todas nuestras deficiencias en una cultura y exigencia del amor
En uno de los momentos culminantes de la Eucaristía, poco antes de recibir el Cuerpo de Cristo, decimos: “Éste es el Cordero de Dios…” y nos llamamos dichosos los que entramos a formar parte de esa misma comunión de vida y amor. Que esas palabras sean el anticipo de una vida entregada en respuesta al Señor. Que estas palabras, sentidas desde la fe, nos animen a vivir en plenitud el perdón que nos purifica de nuestros pecados y nos hace gozar del don de la paz y de la gracia de Dios que otorga a quienes se ponen en el camino del encuentro con Él.