La comunidad de los discípulos está congregada en aquella habitación con las puertas cerradas por temor a los judíos, es el atardecer del primer día de la semana, es verdad que no están todos, pues faltan algunos, entre ellos Tomás aquel al que apodaban el “mellizo” y que formaba parte del grupo de los doce.

Es en esta situación en que el Señor se hace presente en la habitación y les desea la paz a los presentes. Hasta ahí no hay ninguna reacción de parte de los que se encuentran presente, pero si la hay después que el Señor Jesús “les mostró las manos y el costado entonces ellos se llenaron de alegría al ver al Señor”.  

Todos los presentes se llenaron de alegría porque después que el Señor les mostro las manos y el costado ellos pudieron reconocerlo. 

Y es en estas condiciones que les da el mandato misionero y sopla sobre ellos el Espíritu Santo y les da la potestad de perdonar los pecados, es decir les hace participes de una potestad propia de Dios: perdonar los pecados. 

Hasta aquí la primera parte del evangelio, primera aparición al grupo. 

La segunda aparición al grupo es de la que se ocupa esta segunda parte de este evangelio y donde se nos hace saber que Tomás, apodado el mellizo, uno de los doce que no estaba cuando vino el Señor en su primera aparición al grupo, ahora se encuentra reunido con la comunidad que le cuenta que han visto al Señor y que lo han reconocido porque les mostró las manos y el costado, hago esta afirmación a pesar que el relato solo dice “hemos visto al señor” y lo hago por la respuesta que da Tomás a los del grupo de la comunidad “si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado no lo creo”, y como el Señor Jesús está en plan de convencer a los suyos que realmente ha resucitado  no tiene problemas de tratar a Tomás igual a como trato a los demás a quienes también mostro las manos con las huellas de los clavos y el costado con la herida dejada por la lanzada del soldado, y por eso le presento las manos y le concedía meter los dedos en las heridas de los clavos y también podía meter la mano en la herida de la lanza en el costado.  

Ante esta benevolencia del Señor resucitado para con Tomás al igual que a los demás, no le queda a Tomás otra cosa que reconocer delante de todos lo mismo que reconocieron los demás, que quien está delante de él es “Señor mío y Dios mío”, expresión que aún hoy la Iglesia sigue utilizando para confesar la presencia del Señor resucitado en medio de nosotros cada vez que celebramos la misa en el momento de la consagración cuando el sacerdote eleva el pan que ya no es pan porque ahora ya es cuerpo de Cristo y también cuando el sacerdote eleva el cáliz lleno de vino que ya no es vino porque ahora es Sangre de Cristo. 

Lo cierto es que llegar a creer que el Señor había resucitado fue un aprendizaje lento que duro 40 días desde que resucitó el Señor Jesús hasta que dejándolos a los apóstoles y discípulos subió al cielo. 

Para nosotros pareciera que creer en la resurrección es más fácil que para aquellos discípulos, ya que todos podemos afirmar que el Señor ha resucitado como lo hemos hecho el domingo de resurrección, pero es una afirmación hecha desde nuestro conocimiento pero que no siempre está en sintonía con lo que cree el corazón.  

PIDAMOS AL SEÑOR, RICO EN MISERICORDIA, QUE LO QUE CONFESAMOS DESDE NUESTRO CONOCIMIENTO TAMBIÉN LO CREA EL CORAZÓN. PARA QUE EL UNIR CONOCIMIENTO Y CORAZÓN LLENE NUESTRA VIDA DE ALEGRÍA QUE NOS DURE PARA TODA LA VIDA. 

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