Queridos hermanos:
Recuerdo una de mis tantas peregrinaciones al santuario de la Virgen de Yauca con algunos compañeros de mi grupo juvenil. Nos tocó una noche de niebla en pleno desierto iqueño. Calculo que alrededor de las tres de la mañana, la visibilidad en pleno desierto era mínima. No sabíamos hacia dónde ir, ni si la gente con la que nos cruzábamos iba o venía. Era una desorientación total, sumada al cansancio por las horas que veníamos caminando por la arena del desierto. Recuerdo que muchos pensaron en detenerse y esperar a que se despeje o amanezca. Otros querían seguir caminando a ciegas. Estábamos en esas discusiones cuando a lo lejos divisamos una pequeña luz. Era una de las luces de la Iglesia de Yauca. Estaba muy lejos y apenas se veía, pero para nosotros fue la salvación y a la postre fue lo que nos indicó el camino a seguir. Mientras recorríamos los últimos kilómetros hacia la Iglesia, mirando siempre la luz de la Iglesia en el horizonte, todos nos olvidamos del cansancio y hasta nuestro estado de ánimo cambió. Y es que, en todos los aspectos de nuestra vida, cuando se ve la luz al final del túnel o la meta al final de la caminata, el esfuerzo se hace más llevadero.
El segundo domingo de cuaresma de este año nos presenta una lectura del evangelio que tiene un mensaje similar. Es la lectura de la Transfiguración del Señor. Según nos cuenta san Mateo, días antes los discípulos habían sido invitados por Jesús a seguir su mismo camino, un camino duro, que implica cargar con la cruz: “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16,24). Durante los seis días siguientes, los discípulos experimentaron lo que significa seguir a Jesús, se dieron cuenta en qué consistía esa cruz de la que les habló Jesús. La coherencia de vida que Jesús exige a sus discípulos se ve bombardeada por una serie de tentaciones a dejar todo, a abandonar el proyecto del Reino, a no tolerar las injurias, a no confiar en palabras bonitas, a no dejar la casa, padre o madre por Jesús, a volver a la vida anterior. Los discípulos fácilmente caen en un desánimo, en dudas, y se preguntan: ¿Vale la pena este seguimiento? ¿Es verdad lo que este hombre promete? ¿Tiene sentido este sacrificio? Ante esta situación, Jesús, que en un primer momento los invitó a seguirle y a cargar con su cruz, ahora les ofrece a algunos de los discípulos la luz al final del túnel que necesitan, un adelanto de lo que les espera si realmente permanecen fieles. Según nos dice el evangelista, “Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz.” (Mt 17,1-2).
La Transfiguración de Jesús no es otra cosa que el adelanto de su glorificación o, en otras palabras, es un adelanto del cielo. Eso es lo que intenta explicar san Mateo con imágenes como el resplandor de su rostro, la blancura de su ropa y la presencia de Moisés y Elías (Mt 17,3), personajes que todos los judíos reconocían como presentes ante Dios en el cielo. Estar en el cielo con Dios es la felicidad suprema, es experimentar eternamente una satisfacción que no tiene comparación, es gozar de la presencia de Dios para siempre. Esa felicidad la debieron percibir los discípulos que contemplaban aquel espectáculo, es por eso que Pedro se atreve a decir: “Señor, ¡qué bien estamos aquí!” (Mt 17,4a). Y como todo aquel que experimenta un sueño maravilloso y no quiere que se acabe para no volver a su triste realidad, los discípulos tampoco querían abandonar ese estado de felicidad, por eso exclama Pedro: “Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías” (Mt 17,4b). Pero lo que Jesús les había ofrecido era solo un adelanto del cielo, una motivación para que perseveraran en el seguimiento en medio de tantas dudas y desánimos. La felicidad completa vendría después, por eso cuando Pedro, Santiago y Juan volvieron a mirar, vieron a Jesús solo (Mt 17,8). Después de esta experiencia, algo en los discípulos cambió. El saber lo que les esperaba al final de una vida de seguimiento fiel les dio fuerza y ánimo extra para afrontar lo que se les venía: la pasión, la cruz y la muerte. Y ya sabemos cómo estos mismos discípulos, después de la resurrección de Jesús, fueron los que con valentía construyeron las bases de la Iglesia que ha llegado hasta nuestros días.
El camino cuaresmal que estamos viviendo sigue cada año el mismo itinerario que experimentaron los discípulos aquel día en aquel monte. Durante toda la cuaresma se nos invita a una fidelidad extrema a Jesús con la misma exigencia que a los discípulos de Jesús, y esto, para muchas personas es difícil de cumplir; para otras, tanto sacrificio no tiene sentido. Es por eso que la Iglesia, a estas alturas del camino, nos muestra la meta de todo este sacrificio: el cielo. Solo si vemos al final de toda la cuaresma la luz de la Pascua, y solo si vemos al final de nuestra vida el cielo prometido, nuestros sacrificios y nuestra vida tendrán sentido.