MENSAJEROS DE LA ESPERANZA
En la primera lectura escucharemos el inicio del llamado “Libro de la consolación” con que se abre la segunda parte de la profecía de Isaías (Is 40-55, se le suele llamar el Deuteroisaías), sorprende al agudo lector, porque es Dios quien ruega a su pueblo que vuelva a confiar en Él. Israel ha vivido el exilio, y en el dolor de tal experiencia recriminó a Dios el no haber intervenido a su favor. La lejanía de su tierra y el cautiverio en Babilonia, aunque al comienzo provocó una profunda crisis de fe, poco a poco les fue llevando a considerar que la culpa no era de Dios sino de sus propios pecados, y esto gracias a la voz de los profetas postexílicos. Cuando se dio el regreso, gracias al decreto de los persas, es Dios el que intenta hacerle caer en la cuenta de que la lección ha tenido que ser aprendida (“se ha pagado su crimen”), pero Israel aún tiene el dolor a flor de piel, y se resiste a aceptar nuevamente a Yahvé como su Dios. Así, se escucha una voz apelando a situarse nuevamente en el “desierto”, aquel lugar donde Dios hizo alianza con Israel, y que representa para el profeta la cautividad de Israel, desde donde se debe hacer una senda para el Señor, un camino donde es preciso allanar la estepa, levantar los valles y abajar los montes. Se abre entonces un nuevo tiempo, una nueva oportunidad, y es preciso que Israel revierta su malestar y albergue nuevamente en su corazón a este Dios que lo está esperando en el monte santo, que no es otro que Sión, la Jerusalén que aunque derruida se alza como un cántico de esperanza para los desterrados que vuelven, allí donde es preciso que la voz del heraldo que anuncia buenas nuevas prorrumpa en alabanzas, porque han experimentado al fin el calor del pastor que cobija a sus ovejas y les trae una época de paz y reposo.
Escucharemos también en la segunda lectura, un fragmento de la 2Pe, una carta del NT escrita ya en un tiempo cercano al siglo II d.C., cuando ya se entendía que la parusía iba a demorar, lo que no significaba que había que desentenderse de la fe en su venida en gloria, sino todo lo contrario. La figura de este mundo pasará, pero confiados en la promesa de Dios, surgirán cielos nuevos y tierra nueva y es preciso que estemos preparados para acoger ese momento sublime. Obviamente, lo relatado en la carta no busca contar cómo sucederá esto, sino más bien, a través de un lenguaje simbólico intenta confirmar que lo venidero no tendrá nada que ver con esta realidad caduca y frágil en la que actualmente vivimos, y centra más bien su atención en la recta conducta de quienes saben aguardar la venida del Señor. He aquí, pues, la exigencia de la vida cristiana: saber esperar en Dios.
El corto evangelio de Marcos inicia con la firme presentación: “comienzo de la Buena Noticia de Jesucristo, Hijo de Dios”. No solo es el encabezado de su obra sino la descripción del propósito de la misión de Jesús. Un nuevo “comienzo” se da en la historia y, para el autor, es preciso distinguir la misión de Juan de la misión de Jesús. La personificación de Juan es importante no solo porque se subrayará que no es el Mesías sino porque su misión ha sido preparar el camino para la venida del Salvador. El evangelista relee el pasaje que hemos comentado anteriormente de Isaías, y lo interpreta viendo en Juan el cumplimiento de la misma, pues su voz se escucha en el desierto, donde todos deberán trabajar para hacer rectos los caminos pues el Señor ya está cerca, y viene con poder, con agua de un bautismo mayor que el qué ofrece, pues es lo hará con Espíritu Santo. Juan es el mensajero de Dios, y justamente lo es, porque no es digno ni de desatarle la correa de sus sandalias. Su misión es ser el “mensajero que va delante”, el que va a preparar los corazones para escuchar, del mismo Jesús, la novedad de una buena noticia.
Estamos en adviento y avanzamos con júbilo sabiendo que el Señor cumple sus promesas. Pero los caminos no están allanados, hay muchos valles y quebradas, muchos montes y elevaciones; no se puede mirar bien el horizonte. Dios quiere acercarse nuevamente para consolar a su pueblo, pero hay mucho dolor y tristeza que nos está devorando la esperanza. Hay mucho que trabajar y el adviento nos lleva a mirar nuestra misión de “mensajeros”, y así podamos levantar a los decaídos y desesperanzados, abajar a los soberbios y alzados, y así despejar el camino para la acogida del Señor que llega. Dios nos ofrece una nueva oportunidad para trabajar en la rectitud de nuestros actos, anhelando sí un cielo nuevo y una tierra nueva, pero poniendo manos a la obra en anunciar la Buena noticia de la salvación a nuestros hermanos con el testimonio de nuestra esperanza en el presente de nuestra historia. Por eso, unámonos al deseo del salmista: “Muéstranos Señor tu misericordia y danos tu salvación”, y confiemos de que es Dios quien nos debe traer su paz, su justicia, su salvación. Debemos dejar actuar la gracia del Espíritu en nuestras vidas y veremos los frutos de quienes saben aguardar las promesas de nuestro Dios.