EL PAN “DEL MUNDO” Y EL PAN “DE DIOS” 

XVIII Domingo del tiempo ordinario – Ciclo B 

Una comunidad campesina, donde se siembra algodón, recibió la visita de un grupo de 5 misioneras mujeres, católicas que se quedaron 15 días viviendo en ese lugar. Tocaron puertas para anunciarles el kerigma, bendijeron las casas con el agua bendita que les dio su párroco, tenían celebraciones de la palabra y temas de reflexión, etc; todo un tiempo de misión grande. Las misioneras, que se ganaron el apelativo de “madrecitas”, tenían que partir. Pero quisieron ofrecer un aperitivo para la ocasión como despedida. Este era un postre de arroz con leche. Sólo calcularon para 50 personas, pensando que sobraría. Se dieron con la sorpresa que vinieron cerca de 200 personas a la “despedida de las madrecitas”. Una de ellas dijo: “¿y ahora qué hacemos? No tenemos más que para 50 personas”. A lo que su coordinadora, campesina como la comunidad misionada, se atrevió a decir: “¿y qué tal si ponemos nuestras manos encima de la olla de arroz con leche para que Dios dé de comer a todas esas personas?”. Literalmente pusieron las manos sobre la olla, y empezaron a repartir. El postre no se acabó, y dieron de comer a todas esas personas y sobró. Todos dieron gracias a Dios porque “las madrecitas” no sólo les llevaron a Jesús, sino que llenaron el estómago de toda esa comunidad. 

¿Alguna vez te has quejado de que no tenías para comer, o que no había una buena economía en tu casa o sociedad? A veces pienso, que como antaño el pueblo de Israel nos quejamos de todo, porque no estamos contentos de nada ni de nadie. Israel protestó contra Moisés y Aarón: “Ojalá hubiéramos muerto a manos del Señor en Egipto, ustedes nos han sacado a este desierto para matar de hambre a toda esta comunidad” (Ex.16,2-4.12-15). Si algo nos va mal, nos quejamos de eso; si tal persona o comunidad hace algo malo, nos quejamos, nos da cólera; si en tal lugar no se hizo lo que yo quería, nos quejamos. Nunca estamos contentos. Ay gente que se atreve a enfrentarse a Dios, encarándole las desgracias propias y ajenas, por no decir también las enfermedades del alma y del cuerpo, incluyendo la desgracia actual que pueda estar pasando. En medio de esa “crisis”, Israel recibió una esperanzadora noticia, ya que pudo comer el “maná”. Moisés confirmó esa esperanza: “Es el pan que el Señor les da como alimento”. 

¿No será que nuestras quejas o desgracias materiales sean fruto de nuestros criterios plenamente humanos, tendiendo a lo mundano sin abrirnos a Dios mismo? Pablo lo dice esta manera: “que no vivan ya como los paganos, los cuales proceden conforme a lo vano de sus criterios” (Ef.4,17.20-24). Aquel grupo de misioneras, encontrando una dificultad de no saber cómo alimentar a los demás, tuvieron como base el haber sembrado fe en esa comunidad que misionaron, y acudieron sencillamente, sin dudar, al Dios de la esperanza, que trae siempre salvación. El resultado fue esperanzador. ¿Le consultas a Dios para obrar conforme a su voluntad en el ámbito que vives o trabajas o estudias? Creo que todos necesitamos morir al hombre viejo de la desesperanza e incredulidad, del dedo acusador y del prejuicio, del chisme y de la calumnia, del miedo y del terror, de las divisiones e incertidumbres, etc. 

El “pan del mundo” se puede acabar, y se acaba; se puede corromper, malograr, y se muere. El “pan de Dios” no se acaba, sino que permanece siempre; no se corrompe, ni se malogra, ni muere, etc. La gente que fue testigo de la multiplicación de los panes y peces, no se quedó contenta con ello, simplemente “fueron a Cafarnaum en busca de Jesús” (Jn.6,24-35). Querían el “pan del mundo” y no el “pan de Dios”. Ante esa realidad Jesús muy seriamente y con el corazón en la mano les pide que: “Trabajen no por el alimento que se acaba, sino por el alimento que permanece para la vida eterna”. Es trabajar para lo que Dios quiere. Y él, según el relato del evangelio de hoy, es que trabajemos para que el mundo le crea más a Dios. 

Ese debe ser el pan de cada día: creerle más a Dios, confiar más en Él, dejar que Dios habite siempre en nuestra vida para que eso se note en el diario vivir y acercarse AL AMOR DE LOS AMORES EN CADA EUCARISTÍA. 

Para nosotros los creyentes, el verdadero pan del cielo es la Eucaristía. ¿Realmente creo en la presencia real de Jesús en la Eucaristía? ¿La trato con respeto, fe y amor? ¿Me acerco con total y entera disposición para recibirle? Tiene razón Jesús de cómo termina hoy en el evangelio: “Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí nunca pasará sed”. 

No es malo tener un pan que llevarse a la boca, y que ojalá que procuremos buscarlo con dignidad y sinceridad y esfuerzo constante. ¿Pero cuánta gente se preocupa hoy en día de buscar alimentar su alma con el pan de la eterna salvación? ¿Creen que podemos prescindir de Dios todo el tiempo? ¿Nos daremos el lujo de vivir de espaldas a Dios todo el tiempo? El que tenga oídos que oiga. 

 Con mi bendición. 

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