LOS MANDAMIENTOS DE DIOS SE VIVEN SIENDO BUENOS SAMARITANOS DEL PRÓJIMO
Quizás más de uno recuerda lo que aprendió del catecismo cuando era niño. Aprendimos de memoria los 10 mandamientos: unos por medio de un concurso, otros por un “examen de catecismo”, otros por el curso de educación religiosa en la escuela, otros por medio de un teatro, otros de otra manera; y hasta los podemos recordar “de memoria”. Pero otros, como contraposición a lo anterior, recuerdan, viven, lo proclaman a los 4 vientos los “mandamientos del mundo” que marcan el caminar de una persona o de una comunidad. ¿No será que muchos nos podemos haber quedado en el mero “cumplimiento” me los mandatos del Señor sin haber vivido o sin vivir realmente lo que significa cada uno? ¿O es que vivo un cristianismo sin mandamientos? ¿Dios, nos incomoda o nos estorba?
Alguno pudiera pensar: “eso de los mandamientos ya pasó de moda, ya que no me dicen nada”; “no me hables de mandamientos ni de sacramentos”; etc. ¿No será que haya un divorcio entre los mandamientos de Dios y mi propia vida? El peligro latente es: “Yo ya sé los mandamientos”. Pero del “ya sé” no pasa a la vida de cada día, a la vivencia de los mismos.
Porque grande es el amor de Dios, le habla a su pueblo para recordarle la necesidad de vivir esos mandamientos que no están lejos de vivirlos: “Escucha la voz del Señor tu Dios, guardando sus preceptos y mandatos…el precepto que Yo te mando hoy no es cosa que te exceda ni inalcanzable” (Dt.30,10-14). Esto va en contraposición de los que piensan que los mandamientos de Dios siempre fueron y son “una carga”, y en algunos casos hasta insoportable. ¿No será que siempre queremos prescindir de Dios? No está lejos de nosotros, “está muy cerca de ti”. Estos están para vivirse, no para sacarse nota aprobatoria en el examen de catecismo.
Todos, en algún momento, podemos haber preguntado como el letrado del evangelio de hoy: “¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?” (Lc.10,25-37). Esa pregunta la podemos haber dicho o la decimos de otra manera, quizás, como aplicándolo a la vida de cada día: “¿Qué tengo que hacer para ser un buen padre de familia, un buen hijo, un buen médico, un buen sacerdote, un buen maestro, un buen hermano, un buen esposo o esposa?”. El letrado sabe de los mandamientos de la Ley de Dios, es un hombre de leyes; y hasta se sacó nota aprobatoria de parte del mismo Jesús cuando le pregunta: “¿Qué está escrito en la Ley?, ¿qué lees en ella?”. Pero Jesús le retó a vivir esas exigencias de amor, que no son una carga y los conocemos como mandamientos de la Ley de Dios, y lo hizo desde el amor. Y eso se traduce por ser Samaritano.
Lucas, en su evangelio, apunta en insistir que de verdad se pueden vivir los mandamientos de la Ley de Dios, desde una actitud de ser buen samaritano. Esa historia que cuenta Jesús nos debe “mover el piso” en cómo estoy viviendo o no esas exigencias de Jesús.
Se viven los mandamientos de Dios, desde nuestra relación samaritana con el otro, que es prójimo. Según Lucas, desde el que está caído, herido, desde aquel que es asaltado y violentado en su dignidad. Si proclamo que vivo los mandamientos de Dios, ¿porqué soy indiferente al dolor humano? ¿No será que pase de largo como los dos primeros personajes de la historia? ¿O seré de aquellos que “tienen autoridad” para exigir lo que no se puede vivir?
Una pregunta que debe, según el evangelio de hoy, ensordecer para destapar mis oídos por falta de fe, es: “¿cuál de estos tres se portó como prójimo?”. Jesús nos invita y nos exige, porque grande es su amor, a practicar la misericordia con aquellos que la necesitan: para vendar sus heridas, consolar, dar esperanza, escuchar, no pasar de largo, defender su vida que muchas veces es violentada, etc.
Los mandamientos de la Ley de Dios se viven siendo buenos samaritanos del prójimo.
¿Te animas a imitar a Jesús que pasó por este mundo haciendo el bien y curando a los oprimidos por el mal?
Con mi bendición.