CONTINUAR, ASÍ NOS RECHACEN
El profetismo de Israel tenía sus propias características si lo comparásemos con lo que se entendía por “profeta” en otras culturas. El profeta recibía el llamado de Dios y era arrebatado por el Espíritu (sin recurrir a elementos mágicos o instrumentales); era elegido por Dios de entre el pueblo para comunicar su voluntad al pueblo, algunos para un momento indicado y preciso y otros para hacerlo durante diversos momentos de su vida. Además, no siempre eran sus palabras del agrado del rey, tampoco para el sacerdote y el pueblo, pues constantemente les reprendía públicamente poniendo en evidencia sus pecados, aunque también exhortaba al arrepentimiento y promovía la esperanza de tiempos mejores para todo el pueblo. Ante la presencia del ministerio profético, el rey empieza a instituir “profetas” agregándolos a su corte real para generarse una buena propaganda política ocultando sus infidelidades a Dios y sus injusticias contra los débiles. También los sacerdotes coludidos con el poder del rey, deciden favorecer a estos “profetas” y buscan más bien alejar y avergonzar a los verdaderos profetas. Esto queda bien representado por el relato que escucharemos en la primera lectura donde Amasías, sacerdote del santuario de Betel, expulsa a Amós, quien viene denunciando las incoherencias de las autoridades, los abusos de los comerciantes y la hipocresía de la gente que se acercaban a alabar a Dios habiendo cometido diversas injusticias, aprovechándose de la inocencia de los pobres. Amós sin tapujos da a conocer su vocación de campesino y desafía al sacerdote a saber escuchar la voz del verdadero profeta que en definitiva es la voz de Dios. Hay que reconocer que no fue siempre fácil identificar quién era el verdadero o el falso profeta, y quizá fue tiempo después cuando se constataría esto.
En la segunda lectura escucharemos una “eulogia” (composición de bendición a Dios), recogida como parte de la tradición paulina, donde se alaba a Dios por la acción redentora obrada por el sacrificio de Jesucristo que ha concedido a los miembros de la comunidad cristiana la santidad. Todo esto era un “misterio” que se ha dado a conocer con el mensaje del evangelio gracias a la acción del “Espíritu Santo”. Sin duda, estamos ante un buen resumen de la acción salvífica de Dios Padre por Jesucristo en el Espíritu.
El testimonio evangélico que escucharemos deja constancia que los “Doce”, llamados por Jesús a vivir con él y seguirlo, son enviados para extender su ministerio. Son llamados para “expulsar espíritus impuros”, predicar la conversión, “ungir con aceite” y “curar”, para lo cual deben ir de dos en dos a las aldeas apelando a la generosidad de sus habitantes. Se les advierte que no siempre hallarán hospitalidad sino también rechazo, pero eso no debe ser obstáculo para continuar. Finalmente, deberán hacer un signo de advertencia a quienes se resistan a la Buena Nueva, pero deberán proseguir. Obviamente, ir en nombre de Jesús de Nazaret, no representó una gran aceptación por parte de los destinatarios, y parece ser que el autor del evangelio quiso hacerles participe de esta misión discipular preparándolos (no solo para los apóstoles, sino para los futuros cristianos enviados) para la gran misión a partir de la experiencia pascual.
A la luz de la Palabra de Dios podemos intuir que la oferta del evangelio es justamente eso: una propuesta. Y esta propuesta va acompañada de un estilo de vida que lo hace creíble para quien lo escucha. No se impone la fe, se manifiesta en convencimiento justamente para convencer. Por eso es una realidad la resistencia y la oposición al evangelio. Lo triste es la cerrazón, la
pérdida de una gran oportunidad de dejarse sorprender por Dios. Amós sintió el rechazo de su pueblo; los discípulos y Jesús también; incluso Pablo también tuvo que sufrir la incomprensión de algunos judeocristianos; pero estas tribulaciones nunca fueron un obstáculo para continuar con la propuesta de la fe.
Hay un misterio escondido, un tesoro enterrado; el cual ha salido a la luz por la gracia de Dios para ser compartido. “Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación”; este es nuestro cántico y nuestro impulso para no decaer en nuestra vocación, pues hemos sido convocados como los Doce para expulsar espíritus, para anunciar el perdón de los pecados y sanar a nuestros hermanos. ¡Manos a la obra!